Sí, estamos hablando del botellón. Esa forma de ocio nocturno que los adolescentes, y los no tan jóvenes, han recuperado con el cierre de las discotecas y los bares, provocado por la pandemia.
La moda no es nueva ni original, pero si barata, y permite socializar, bailar y reunirse por cientos, sin límites. Sus protagonistas, que vieron como el virus les condenaba al encierro en un momento expansivo de sus vidas, han roto las compuertas y se han echado a la calle. No quieren sitios cerrados ni más prohibiciones. Por lo que, de poco va a servir que el alcalde de Madrid, Martínez Almeida, refuerce la Policía municipal para evitarlo; ni que Díaz Ayuso defienda con entusiasmo su idea de “Libertad”, instando a volver, con apertura total, a los locales de ocio nocturno.
Los jóvenes quieren calle y no gastar un dinero que no tienen. La crisis también se ha cebado con los primeros empleos y los ERTE no dan para dispendios en discotecas. Si a esto le sumamos el señalamiento social que ha dibujado el perfil de ser joven, como irresponsable, insolidario, juerguista, consumidor compulsivo de alcohol y pendenciero, se comprende su hartazgo.
No lo han tenido ni lo van a tener fácil. Las clases ‘online’ han supuesto un deterioro en el nivel de calidad de la enseñanza a nivel de institutos y universidades, que dificultará sus curriculums. Sin formación académica las salidas profesionales son casi un imposible salvo que se quiera optar, ahora mismo, por conducir un camión de transporte. E incluso con una brillante titulación, másters internacionales o cursos de post grado, no es sencillo encontrar un trabajo bien pagado que permita independizarse.
Todo esto ha causado una verdadera epidemia de depresiones en gente que no eran habituales en las clínicas de salud mental. Los psicólogos advierten del incremento en el número de suicidios en adolescentes. Pero la sociedad, cansada de tanta enfermedad, mira para otro lado. Es más fácil etiquetar a los jóvenes como los privilegiados a quienes el virus, salvo contadas excepciones, no ha llevado a las UCI. Olvidando que los que han muerto eran sus padres, sus tíos o sus abuelos.
Por eso, solo el frío extremo o la lluvia pertinaz les sacará de plazas, los descampados o los jardines. Pero no será la represión, porque algo ha cambiado en sus percepción de la libertad que difícilmente va a volver a ser como antes. El hecho de estar vacunados confiere más sensación de impunidad (es uno de los grupos de edad con menor número de negacionistas y con tasas más altas de haber recibido las dos dosis) y acrecienta su deseo de vivir la vida que les corresponde. Todo comprensible, salvo la basura y la mugre, que dejan cuando se van. Cuidar el medio ambiente y el planeta es también su responsabilidad. Bolsas de plástico, latas, botellas y papeles no se dejan en la calle para que otro los recoja. Por mucho que se sientan víctimas de la pandemia.
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