Esta película (Maixabel, de Iciar Bollaín) tendría que verse obligatoriamente en todas las cárceles donde hay presos de ETA; en las Universidades y en las escuelas vascas, especialmente en las ikastolas; en las iglesias de ese territorio en las que se alentó, defendió y escondió a los asesinos; en despachos del PNV o del Gobierno vasco; en muchos hogares de esa sociedad vasca que contempló con indiferencia cómo se multiplicaban las víctimas y cómo los asesinos paseaban por la calle; en todos esos pueblos donde aún es imposible entrar o vivir si eres “españolista” y que acogen como héroes, héroes sangrientos, a los asesinos.
También en el Congreso, en el Senado y en cada uno de los Parlamentos autonómicos; en las Facultades de Derecho y Ciencias Políticas de toda España; en el Ministerio de la Memoria histórica; en la sede de la Presidencia del Gobierno donde se cierran acuerdos con los herederos de ETA. La primera, y creo que única, experiencia hasta ahora, fuera de los cines, ha sido en la cárcel de Pamplona donde hay diez o doce reclusos de ETA cumpliendo condena. Ni uno solo de ellos acudió a la proyección de esta película que aborda la justicia restaurativa, el perdón y la reinserción y tampoco al coloquio posterior con Maixabel Lasa, la viuda de Juan Mari Jáuregui, asesinado por ETA, y protagonista de la cinta. Ninguno de ellos ha querido participar en esas iniciativas de encuentro con sus víctimas o con sus familiares. Ninguno se arrepiente de lo que hizo, a pesar de lo cual han sido trasladados a cárceles del País Vasco. Sólo unos treinta han sido capaces de enfrentarse cara a cara con sus víctimas. Y todos ellos están marcados como “traidores” y apestados por los etarras y por sus vecinos de barrio. Todavía ETA -que afortunadamente se vio obligada por la presión política, legal y judicial a abandonar las armas esperemos que para siempre- no ha pedido perdón a las víctimas ni sus miembros han ayudado a esclarecer más de trescientos asesinatos. Tiene que ser difícil acostarse, levantarse y vivir con esos crímenes en su conciencia, sin pedir perdón y con el odio en las entrañas.
Pero mucho más difícil es para las familias de las víctimas, ejemplares en su dolor, capaces de perdonar o, al menos, de no buscar arbitrariamente la justicia, negados al odio que solo engendra más odio, silenciosos pero otra vez heridos cuando se sigue tratando como héroes a los que asesinaron a niños, mujeres y hombres y dejaron centenares de huérfanos y viudas o cuando ven pactos que dañan la esencia de la democracia y calificativos de “hombres de paz” a quienes destruyeron vidas, casi siempre por la espalda.
Las víctimas deberían ser el eje protagonista y la medida principal de cualquier visión de lo que pasó. Y de eso va esta película y ese programa de justicia restaurativa para mirar a la cara a los asesinos, para hacerles ver el dolor irreparable, innecesario, inútil que causaron y para descubrir que alguno es capaz de reconocer su error, de arrepentirse, de reconocer que les utilizaron. Ahora que hablan de memoria histórica del franquismo no es posible ignorar lo que ha sido ETA durante 40 años y hasta hace muy poco. La sangre de las víctimas todavía está fresca y la víctima, no el delincuente, tiene que ser el sujeto central. Hay que ayudar a quienes se arrepienten y son capaces de pedir perdón cara a cara a las víctimas. Dura, compleja, incómoda película, pero necesaria y terriblemente humana.
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