Tenía la garganta encogida y su moral parecía los restos de un naufragio. Lo entrevistaron en una cadena de radio, donde en otras épocas exhibió el músculo granítico de su poderío imperial. Tanto poder había amasado en su etapa de ministro y secretario de organización de su partido que resultaba ocioso imaginar en su apogeo que algún día perdería la gracia divina. Pero el infortunio se tropezó en su camino cuando el dedo del César lo envió a las fieras del olvido. José Luis Ábalos, el hombre que aupó a la gloria al presidente Pedro Sánchez, que llevó en volandas y con presteza a la venezolana Delcy Rodríguez por los pasillos del aeropuerto de Madrid sin pisar tierra, había encallado para siempre en el mundano arenal del anonimato. Estaba completamente desarbolado en el otoño de su vida y provocaba, en realidad, cierta lástima.
Durante esos días, una televisión mostraba en otra entrevista de tonos grises y luz mortecina a Iván Redondo, quien fuera el consejero áulico del presidente. Urdidor de fastuosas campañas de propaganda, artista picassiano de la comunicación y gran posibilista de la política moderna, se exhibía ante la audiencia con una vanidad extraña y ensombrecida. Despoblado de argumentos, trataba de colocar mensajes de artificiero del lenguaje a los telespectadores, como cuando debía acariciar un gato en la Moncloa antes de diseñar el último spot presidencial por el que sería felicitado por el patrón. Saber ganar, saber perder, saber parar, repetía en pantalla como un autómata, sin asomo de sonrojo, para intentar aplacar los rumores de su repentino despido. Ya no quedan personas como Guerrita, el legendario torero cordobés de finales del XIX cuyo orgullo le llevó a decir “no me voy, ¡me echan!”, al retirarse de los ruedos por la airada animadversión de los públicos de entonces hacia él. Ahora cuesta admitir la realidad, pues lo que manda es “el relato”, esa farsa para engañabobos.
Poder, dinero y estatus forman parte de un mismo tridente de ambiciones humanas. Algunos pelean con fiereza toda su vida para lograrlos o arrebatarlos a otros -si hace falta-, pero no saben o no quieren saber que los tres pueden ser tan apetecibles y adictivos como efímeros y volátiles. El gobernante debería asumir y comprender que su omnímodo poder está destinado a servir al pueblo y no a sí mismo. Ábalos y Redondo, plenipotenciarios prohombres del jefe supremo estos años pasados, supervisan hoy, como Zapatero, nubes en ese mismo cielo que tocaron con las manos. La ex vicepresidenta Carmen Calvo, por el contrario, se ha marchado a casa con elegancia y prudencia, porque ella sí entendió el papel que los políticos han de ejercer durante sus mandatos y después de ellos. Los silencios, a veces, gritan sin necesidad de ser entrevistado en la tele o en la radio en los horarios de máxima audiencia. Y la señora Calvo ha vuelto a su ciudad, la Córdoba de Guerrita, en silencio, sin resentimiento ni nostalgia. Claramente, a ella no le obsesionaron ni el poder ni el dinero ni el estatus y por eso nos cae bien.
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