Después de seguir con máxima atención desde hace casi cuarenta años la revolución que se está llevando a cabo en el sector agroalimentario de la provincia, hay una pregunta que, si en aquella prehistoria de los setenta nunca se podría haber planteado (bastante trabajo tenían aquellos pioneros con cultivar la arena, el sol, el viento y el plástico en medio de la incertidumbre y la intuición), hoy no solo se antoja pertinente, sino inevitable si pretendemos (el sector agroalimentario no afecta solo a los agricultores, afecta a toda la provincia, por eso utilizo la primera persona del plural) que los competidores y la gran distribución no acaben conquistando más mercados y peores precios para el agricultor en cada campaña.
La pregunta es obvia: ¿Qué hacen los agricultores y las comercializadoras por mejorar su posicionamiento en el mercado europeo y por dificultar la expansión de quienes compiten desde la otra orilla geográfica, laboral o comercial?
La agricultura ha padecido desde su invención hace más de siete mil años un pecado original del que, todavía, no ha logrado desprenderse en gran parte del planeta; una mancha genética tan incrustada en la mentalidad de quienes cultivaban la tierra de la que les es imposible escapar.
El agua, el sol o el viento eran instrumentos con los que los dioses jugaban caprichosamente. Desde Osiris, dios de la agricultura en la Grecia antigua; desde Ceres, diosa de la agricultura durante el Imperio Romano, a Amm, dios del clima y el rayo en la mitología árabe, y así hasta San Isidro en nuestra época, los dioses siempre han castigado con hambrunas o beneficiado con grandes cosechas a los súbditos del Faraón, del Cesar o del militar chusquero que acaba de dar un golpe de estado en un país perdido del África subsahariana. Si el agua, el viento y el rayo venían del cielo, ¿de quién dependía su escasez o abundancia si no de las divinidades a las que adoraban en el momento histórico en el que vivían?
El recorrido por esa dependencia divina puede percibirse lejana y como de otros tiempos. No lo crean. En Almería, cuna de la civilización agroalimentaria intensiva más moderna, todavía hay municipios donde se sacan los santos en procesión, unas veces para que llueva y, otras, para que deje de llover, cumpliéndose así aquella maldad de Oscar Wilde cuando escribió que a veces los dioses castigan atendiendo las plegarias de sus devotos más fieles.
Somos un campo tan grande de contradicciones que en un mismo municipio se implementa por la mañana la última novedad en robótica y por la tarde acariciamos las cuentas de un rosario para que llueva o se aleje la gota fría.
Pero estas contradicciones, a las que hay que acercarse con la sonrisa del pintoresquismo, no pueden trasladarse al encarnizado y a veces canalla escenario de los mercados. En el espacio global de las transacciones comerciales los dioses de ahora son los grandes grupos de la distribución. Los agricultores ya no miran al cielo, miran las pizarras de precios en sus móviles de última generación. Las nubes han sido sustituidas por los dígitos y los vientos apacibles o huracanados aparecen cada día en los precios del calabacín, el pepino, el pimiento o el tomate. La mística celestial ha sido sustituida por la aritmética y quien maneja los hilos que fijan los precios desde el cielo de sus despachos son los gerentes de EDEKA, ALDI, METRO Y LIDL (alemanes), TESCO y SAINSBURY (Reino Unido) y ALCAMPO Y CARREFOUR, (franceses). Entre ellos suman al rededor del 80 por ciento de las compras europeas a la horticultura almeriense.
Los nuevos dioses tienen nombres de hipermercados y su poder ya no se proyecta sobre el espacio tribal de una aldea, sino sobre los miles de agricultores que miran cada mañana “el tiempo económico” que va a hacer ese día en los despachos de Berlín, Perpiñán o Londres.
Unos dioses laicos que nunca serán complacientes con quienes cada día llenan de hortalizas los lineales de miles de supermercados. Tú quieres vender al mayor precio y yo quiero comprar al menor coste. Es la ley del mercado amigo.
Una ley no escrita pero real en la que el mayor impone sus reglas al menor. Ocho grandes centrales de compras imponen los precios desde la fortaleza de sus despachos a 15.000 agricultores almerienses y a más de cien comercializadoras y almacenes de la provincia.
Esta realidad sitúa a quienes producen y venden en origen en una situación de extremada debilidad a la hora de negociar, no solo los precios y promociones, sino, también, la imposición de cajas, materiales y transporte, ganando otra vez en esa parte de la cadena de suministro. Sostiene la ley del más fuerte que el pez grande siempre se come al chico, sobre todo cuando los chicos son muchos y navegan cada uno por su cuenta y, lo que es todavía peor, cuando esos pequeños no quieren, por torpeza empresarial o por egoísmo personal, convertirse en grandes.
Y es ahora cuando vuelvo a la pregunta del principio: ¿qué hacemos en Almería para que esta situación de debilidad acabe su deriva y reemprenda el camino hacia su fortalecimiento en la negociación con los grandes grupos?
Doctores tiene la Iglesia y gerentes las comercializadoras que saben, bien que saben, que ni los dioses favorecen la cosecha, ni la desunión la rentabilidad. Y, quienes saben, defienden que es preciso construir estructuras rigurosas que posibiliten hacer análisis del mercado, retirada efectiva de productos con normas y controles aceptados por todos y, además y entre otras decisiones estratégicas, hacer lobby como hacen en otros estados contra nosotros para - como hicieron en Canarias- defenderse de la competencia de países terceros, concienciar al consumidor europeo y forzar que en el lineal tengamos más presencia temporal y una diferenciación en precios respecto a otros orígenes. Estas y otras actuaciones son, según los expertos, las que habrían de llevarse a cabo. ¿Por qué no se hace? La respuesta debe quedar en el aire porque solo pueden tenerla quienes protagonizan y articulan, desde el invernadero, las comercializadoras, las administraciones y las organizaciones profesionales o sindicales el sector.
Salir a la calle a protestar contra los demás en cada otoño está bien, pero su efecto práctico va poco más allá del desahogo. Hay que exigir a quienes nos gobiernan desde la Unión Europea que cumplan y hagan cumplir las normas que tantas veces son burladas ante su censurable pasividad, pero, a la vez que exigimos a los demás, no está de más, todo lo contrario, que el sector agroalimentario de la provincia reflexione sobre qué deben hacer quienes lo integran para cambiar su debilidad por fortaleza ante las decisiones políticas que se adoptan en Bruselas y los precios que se imponen desde las grandes centrales de compras europeas. Vendedores y compradores navegan en el mismo barco y, aunque los puertos a los que pretenden llegar sean distintos porque distantes son sus intereses, siempre es preferible hacer la travesía forzadamente aliados que como enemigos en un mar lleno de tiburones.
Acompañado se llega mas lejos. Unidos seremos mas fuertes. No es difícil de entender. En el campo almeriense hacen falta líderes que abanderen esta batalla. Si nadie lo hace, lo que perderemos al final será la guerra y, con la derrota, el futuro.
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