Hoy, día de efeméride que acabó con una pesadilla de cuarenta años, es el día en el que debo recordar a mi amigo Juan de Dios Doval, asesinado en San Sebastián por el ‘delito’ de ser de UCD. O a Fernando Buesa, a quien ETA mató dos días después de que me telefonease para presentar en Vitoria un libro. O a Manuel Zamarreño, el concejal de Rentería a quien los terroristas colocaron una bomba cuando, pocos días antes, nos había dicho a los contertulios de una radio que “yo sé que me van a matar, pero tenía que aceptar el puesto de José Luis (Caso, concejal de la misma localidad, asesinado también por ETA)”.
Todos, al menos todos los que estábamos en el lado bueno, hemos sido víctimas del terror de una u otra forma; ellos, el medio millar de muertos, los miles de heridos, desterrados, secuestrados, tuvieron peor suerte. Quizá porque fueron más valientes o se significaron más en el combate contra la banda. Hoy, cuando se cumplen diez años del final de aquello, es el momento del recogimiento, de la memoria. Y de pensar en cómo avanzamos.
No, no tengo la más mínima simpatía por Arnaldo Otegi, un hombre que provocó y fue cómplice de mucho sufrimiento. Pero le reconozco el valor de salir, en una Euskadi que aún homenajea a los asesinos y a los delincuentes que salen de prisión, cuando todavía quedan más de trescientos asesinatos por esclarecer, a decir lo que dijo, aunque no dijese otras cosas que debería haber dicho. Bueno, Otegi ha cumplido su deuda con la sociedad y ahora propone abrir una nueva etapa, incluyendo una dosis de arrepentimiento. He de confesar que Zapatero, que fue quien inició la negociación más definitiva para acabar con la banda, ya me sugirió que había sido Otegi quien, junto con interlocutores socialistas como Jesús Eguiguren, había cimentado el principio del fin de la banda sanguinaria. Hay cosas aún no bien explicadas de aquella negociación; pero quiero entender algunos silencios, porque el resultado fue bueno.
Confieso que derramé algunas lágrimas viendo, junto a Eduardo Madina, seriamente lesionado por un atentado etarra, la película de la reconciliación que protagonizó la viuda de un asesinado a quien conocí, Juan Mari Jáuregui. Mi emoción no fue tanto por el recuerdo --que también-- cuanto por la iniciativa, tremenda, de tender la mano a quien asesinó a un familiar. Algunos, entonces, no entendieron el gesto; pero creo que hoy ya no cabe continuar con algunas actitudes que cierran el paso al perdón y al acercamiento a un mundo que nos es, desde luego, ajeno, pero que ha renunciado, estoy seguro de que definitivamente, a la violencia.
He decidido que voy a creer a Otegi, haya lo que haya de operación política tras su gesto. Ese tipo nunca será mi amigo, desde luego. Pero puede que, a la hora de terminar para siempre con un mal sueño de crueldad y sangre, tenga que ser, glub, mi aliado.
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