Una tarde de calor asfixiante estaba tan aburrida que no sabía qué camino tomar, qué hacer encerrada en una habitación desconocida con el aire quitándolo y poniéndolo a ratos, y, sobre todo, con quién comunicarme. Acababa de releer “La posibilidad de una isla” y no tuve mejor idea que escribirle un mensaje a su autor, en el que le expuse, en un par de párrafos, mi opinión sobre su obra.
Le dije que me resultaba difícil comprenderla; su lenguaje era muy complicado de asimilar y me perdía en ella; sin embargo, sus poemas eran maravillosos. Realmente son los poemas lo que más me gusta de la novela; y desde que leí “Serotonina”, esta es mi favorita.
Sin esperarlo, ni siquiera en mi imaginación, Michel Houellebecq me contestó días después y me escribió: “No hablo español, pero me gusta el sonido de varias palabras. Por ejemplo, “sin embargo”, “maravillosos”.
Yo aluciné. Con esta respuesta daba por recompensado todo el esfuerzo que me suponía estar viviendo en tierra extraña. Nada más que por haberme contestado merecía la pena haber venido hasta aquí, me repetía loca de contenta.
Si algún día lo veo me gustaría preguntarle qué le parece “Ulises”, si tiene sentido adentrarse en esos dieciocho capítulos, cada uno escrito en un estilo diferente, sin apenas enterarme de nada.
Porque yo estoy empeñada en conseguirlo. A pesar de que avanzo lentamente, me siento con fuerzas para que esta vez sí sea capaz de leerlo. A veces me sorprenden gratamente frases que voy subrayando como “el amor ama amar al amor”. También me entero de cosas tan cotidianas como que cuando en el cielo brillan tres estrellas (o planetas) ya empieza a anochecer.
En esas estaba, mirando primero a Venus, luego a Júpiter y a Saturno, que me observan como si fueran dos ojos divinos, o eso creo yo, cuando cayó del cielo una bola de fuego enorme, dorada, de forma intermitente, como a trompicones, con un recorrido corto, pero tremendamente luminoso, e inmediatamente empecé a desear.
Lo primero fue ser feliz, pero pensar en eso me llevó inexorablemente a pedir más deseos. Y cuando llegué a casa lo leí en el Tao: “La mayor riqueza es estar contento”.
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