¿Somos las personas que ejercemos en el mundo de las aulas funcionarias de segunda clase? Permítanme que dé rienda suelta a mis ganas de desahogarme en estos tiempos en que la ausencia brilla por su pertinaz presencia. Estamos en el tiempo de los ausentes. Ahora, cuando la consulta del médico se ha de hacer a distancia, lo presencial se ha convertido en un lujo. ¿O es que pretenden convencernos de que no es necesario? ¿De que somos ineptos provincianos si no rendimos pleitesía a los dioses del Olimpo tecnológico?
La población que sobreviva al Covid-19 deberá luchar contra el virus de la obsolescencia, y pobre de quien lo contraiga porque contra él no hay vacuna posible. Por un lado, se nos advierte que “levantemos la cabeza” de las pantallas que nos engullen; por otro, nos obligan a estar pendientes de ellas hasta para recetarnos un jarabe antitusivo.
Sé de grandes profesionales de la enseñanza que lo dejaron, no por cumplir la edad, sino por culpa del avasallamiento de esta era, tirana y burocrática, que entró en nuestras vidas como elefante en cacharrería. De hecho, las pizarras digitales, pantallas al fin y al cabo, se montaron en muchas aulas sobre las pizarras de tiza engullendo una parte de la verde superficie para que su blanco poderío luciera con toda la parafernalia de cables, tubos y proyectores. Sin embargo, es el oprobio a la historia de muchas generaciones de enseñantes el que subyace detrás de esa arrogancia. Todos los profesionales que ahora empleamos la pizarra digital hemos aprendido y nos hemos formado gracias a una mano que movía la tiza sobre un rectángulo de color negro o verde. Lo mejor es que la tiza sigue aún viva en las aulas a pesar de que le hayan reducido encerado para expresarse.
No se trata de caer en la melancolía del “cualquier tiempo pasado fue mejor”, ni de reivindicar fórmulas de antaño, ni de rechazar los recursos magníficos que tenemos a nuestro alcance, sino de advertir sobre los peligros del desprecio a nuestra historia docente, es decir, a nuestra entidad como profesionales de la enseñanza. Nos han hecho olvidar que la docencia necesita de una atmósfera, de una libertad que desde la infancia nos orienten como una brújula, con su aguja imantada siempre señalando el norte. Tiene la misión de transmitir los hallazgos sobre creatividad, ciencia y conocimiento que nos han permitido la supervivencia en el medio. Es responsable además de crear los valores para conseguir dicha supervivencia.
Las administraciones tratan de anular la libertad que requiere esa importante misión con normativas, controles, múltiples tareas administrativas, exigencias de actualización y uso informáticos que escapan a la esencia de la educación y de la enseñanza. Cada docente necesita de un pulmón libre para respirar más allá de los dogmas impuestos por las rígidas pedagogías con que empuja la modernidad. Es una forma de acotar la educación para crear educadores y enseñantes sin memoria o, lo que es peor, negadores o desconocedores de la memoria. Asistimos no solo a la era digital en aras de lo moderno, sino que se usa la tecnología para cercar el vasto campo de la libertad con que iniciamos la noble vocación que nos llevó a las aulas.
A día de hoy, con el virus pululando por ahí, los colegios e institutos albergan de treinta a treinta y cinco jóvenes cada hora en espacios de menor o iguales dimensiones que la oficina de tráfico, la sala de espera de los ambulatorios o la de expedición de los dnis. Cita previa se exige en todos los casos y la gente aguarda su turno en la calle. Por su parte, la Delegación de Educación no se queda atrás. Nadie en la calle esperando entrar. Me asomo a través de los cristales. Nadie dentro. “Si tiene usted cita, puede entrar”, me dice el guarda de seguridad. “Pero si no hay nadie dentro y es solo entregar un papelito de nada en el registro”, contesto. “Lo siento, son las normas. Debe pedir cita previa” , me recuerda. Es entonces cuando pienso en los setenta pares de ojos que a cada hora me observan y es también entonces cuando me hallo en disposición de contestar yo misma a la pregunta que encabeza este texto. Pues claro que no somos los hombres y mujeres de la docencia funcionarios de segunda clase. Somos los últimos de la fila.
Con las mismas me doy la vuelta, compuesta y sin los deberes hechos. Ya puestos, sigo pensando en aquellos que rechazan una vacante, que los hay y aumentan año tras año. Enseguida me pregunto por el destino de la profesión, quién dará clases en las escuelas y los institutos en un futuro. Lo que me trae a las mientes a mi pobre madre y sus oportunas frases con que zanjaba esos afanes pedigüeños míos de “mamá, dame 10 pesetas”, y ella sin inmutarse, “que te las dé Rita La Cantaora”.
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