“Aquí vivió…”, decía la placa de mi edificio de entonces de ventanas desportilladas y portal oscuro como una noche sin deseo. Un ilustre personaje, el señor L., habitó una de las viviendas y los vecinos acordaron rendirle homenaje para que la finca se revalorizase. Ya veréis, va a subir como la espuma el precio del metro cuadrado, dijo orgulloso de su idea el liberado sindical de la séptima planta.
La placa fue descubierta por el alcalde y durante varios días no se habló de otra cosa, en parte porque el ilustre vecino fue más ilustre que venerable. Bajo su apariencia dicharachera se escondía un individuo abyecto e inmoral. Pero eso no le importó al liberado sindical ni a los demás vecinos. La plusvalía de la vivienda bien valía una misa, aunque fuera de funeral.
Un día se descubrió el pastel, más goloso de la cuenta (para la prensa) y turbio como pocos: el señor L. regentaba desde hacía años un lupanar de alto copete en su propia vivienda. A la vecina del séptimo le sorprendía el habitual desfile nocturno de bellísimas y pizpiretas mujeres en el descansillo del piso. ¡Vaya éxito tiene este hombre!, pensaba al otro lado de la mirilla. Y se marchaba a dormir imaginando cosas.
El liberado sindical vivía junto a su mujer, pero este dato era insuficiente si no le añadías lo que ocultaba ante toda la escalera: mantenían un acuerdo secreto con el señor L., de protección y ayuda frente al vecindario. Y algo más: los clientes de las meretrices entraban por su casa, unida por una escalera de caracol a la vivienda del futuro difunto, adonde todos ellos subían religiosamente, pero con el pecado a cuestas. Y la vecina del séptimo, que no perdía ripio, cuando bajaba a tirar la basura veía a un tropel de hombres conducirse a casa del liberado señor y su esposa. E imaginaba cosas.
Naturalmente, el suceso ocasionó un escándalo. Acudieron al edificio periodistas, militares sin graduación, opositores y el cuerpo entero de secretarios judiciales, simplemente porque se había corrido la voz en los juzgados y nadie era de piedra. Querían saber. Bajo una muchedumbre ávida de datos truculentos, la prensa entrevistó a la vecina del séptimo. ¡Ay madre, nunca pensé, nunca pensé!, dijo, sofocada en el suelo, tumbada y con los pies en alto, mientras otra vecina le sujetaba la ansiedad abanicándole con una revista. Pero lo que más le dolió e irritó a la señora de la mirilla no fue el engaño, no. Lo que la rompió por dentro fue que ya nunca más imaginaría nada cada noche. La escalera de caracol, entretanto, dejó de llevar a nadie al séptimo cielo.
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