La ministra de Educación parece querer darle a ésta un poco de lo que nombra su apellido, y la España hosca y fosca, como es natural, se le ha echado encima. En efecto, Pilar Alegría pretende, con las modificaciones a la Ley Celaá contenidas en su LOMLOE, que los adolescentes españoles, alumnos de la ESO y de Bachillerato, dejen de sufrir inútilmente, sobre todo aquellos a los que, por las causas más diversas, se les hace muy cuesta arriba el aprendizaje de algunas materias con el actual sistema educativo que rige en España.
La ministra Alegría parte de la idea, al parecer revolucionaria, de que la letra no debe entrar con sangre, pues si entra con sangre, dejará a perpetuidad una herida, la del desapego por el conocimiento y la cultura. Así, ha ideado el modo de ir sustituyendo el castigo por la motivación, la punición por el estímulo, el miedo al suspenso por el cultivo del amor propio para mejorar y evitarlo, el estrés de los exámenes inquisitoriales por el sosiego ante una evaluación flexible, personalizada y constante. Al colegio no se va a sufrir, dijo según fué nombrada, y ojalá le acompañe el éxito en ese intento de arrancarle las flechas que torturan al San Sebastián de su competencia ministerial.
De momento, y a partir de esa idea, parece que los pasos que va dando llevan buen rumbo: se suprime en lo posible el tormento del repetidor, del chico o la chica varados en el marasmo que les desalienta y estigmatiza, y que ahora podrán pasar de curso con una o dos asignaturas pendientes, bien que ello condicionado a sus esfuerzos por ponerse al día. No se suprime ni muchísimo menos, pero sí se fija en sus justos y cabales términos, el estudio de los entresijos y las anfractuosidades de la Lengua, todo ese teórico laberinto verbal, ortográfico, sintáctico y morfológico en el que los propios escritores nos perderíamos, a fin de potenciar lo que más importa y más está dejado de la mano de dios, la capacidad de expresar, de hablar con corrección, de pensar (hablar mal es pensar mal), de escribir con coherencia y soltura, de saber comunicar, en suma, en un nivel más elevado, mucho más elevado, que el actual.
Esos primeros pasos de Pilar Alegría suscitan esperanza, pero más suscitarían si se dirigieran también, y con semejante firmeza, a reducir el ratio de alumnos por aula, a reforzar la dignidad del profesorado dotándole de los recursos necesarios y de una vida laboral menos sujeta a los vaivenes de la precariedad y los constantes traslados, a erradicar absolutamente la violencia y el acoso, o a introducir materias prácticas para la vida ordinaria y de relación. A ver si los pasos siguientes se dirigen por ahí, pero, entre tanto, habrá que alegrarse de que buena parte del alumnado vaya dejando de sufrir.
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