José Luis Masegosa
01:00 • 13 feb. 2012
Fue un frío trece de febrero, tal día como hoy, cuando en 1837, uno de los exponentes más significativos de nuestro Romanticismo, Mariano José de Larra, se quitó la vida de un disparo, tras no poder convencer a su amante, Dolores Armijo, para que no rompiera tan apasionada relación que atormentaba el alma del escritor, y acaso el mejor periodista que haya retratado la vida y la sociedad española de su tiempo. Al hilo de esta efeméride, tema protagonista de una reciente tertulia nocturna, derivó la conversación en casos y cosas, en sucesos e historias conocidos por mis tertulianos que han cabalgado, a través el tiempo, sobre el jinete del amor.
A pesar de que la Historia y la Literatura se han nutrido de innumerables casos con identidad propia, desde Romeo y Julieta, cada nuevo episodio, aún con connotaciones diferentes, ofrece un atractivo único, un interés especial que nos arrastra irremediablemente a su trama: Teresa y Manuel se conocieron en el instituto, y nada más verse él dio el primer beso con sus ojos a Teresa, quien no pudo evitar una atracción irrefrenable hacia aquel delgaducho y cabizbajo muchacho que sentía especial predilección por las colecciones de mariposas. Manuel adelantó su formación y comenzó a estudiar Derecho. Teresa no pudo llegar a la Universidad puesto que la situación familiar no lo permitía. Los encuentros alegres y las tristes despedidas se sucedían en la vida de la pareja que tropezó de bruces con la incomprensión de las respectivas familias que se opusieron a que el idilio continuara por unos irracionales prejuicios derivados de la distinta posición social y económica de los Ortega, padres de Manuel, y los Cortés, padres de Teresa. Los obstáculos puestos al amorío solo consiguieron estrechar más la relación. La situación empeoró y ante la presión familiar, Manuel abandonó sus estudios y encontró trabajo de empleado en un comercio de animales, en tanto que Teresa fue confiada a un familiar cercano que la alejó del escenario del romance.
Manuel consiguió localizar a su compañera y, no sin dificultad, se vieron y planificaron una huida fuera del país para hacer realidad su sueño. Cuando el tren les trasladaba hacia Lisboa, Teresa fue presa de una crisis nerviosa y se arrojó a la vía. Su fiel compañero no pudo admitir la desgracia y antes de que el convoy se detuviera, pese a la activación de las alarmas, emuló a su amada y quedó aplastado a unos metros del cuerpo yacente de Teresa. Aunque lo intentaron, los familiares no pudieron impedir que una misma tierra cubra hoy en única sepultura los restos de estos amantes, cuya lápida habla por sí sola en un verso de Quevedo: “Polvo serán..., mas polvo enamorado” .
A pesar de que la Historia y la Literatura se han nutrido de innumerables casos con identidad propia, desde Romeo y Julieta, cada nuevo episodio, aún con connotaciones diferentes, ofrece un atractivo único, un interés especial que nos arrastra irremediablemente a su trama: Teresa y Manuel se conocieron en el instituto, y nada más verse él dio el primer beso con sus ojos a Teresa, quien no pudo evitar una atracción irrefrenable hacia aquel delgaducho y cabizbajo muchacho que sentía especial predilección por las colecciones de mariposas. Manuel adelantó su formación y comenzó a estudiar Derecho. Teresa no pudo llegar a la Universidad puesto que la situación familiar no lo permitía. Los encuentros alegres y las tristes despedidas se sucedían en la vida de la pareja que tropezó de bruces con la incomprensión de las respectivas familias que se opusieron a que el idilio continuara por unos irracionales prejuicios derivados de la distinta posición social y económica de los Ortega, padres de Manuel, y los Cortés, padres de Teresa. Los obstáculos puestos al amorío solo consiguieron estrechar más la relación. La situación empeoró y ante la presión familiar, Manuel abandonó sus estudios y encontró trabajo de empleado en un comercio de animales, en tanto que Teresa fue confiada a un familiar cercano que la alejó del escenario del romance.
Manuel consiguió localizar a su compañera y, no sin dificultad, se vieron y planificaron una huida fuera del país para hacer realidad su sueño. Cuando el tren les trasladaba hacia Lisboa, Teresa fue presa de una crisis nerviosa y se arrojó a la vía. Su fiel compañero no pudo admitir la desgracia y antes de que el convoy se detuviera, pese a la activación de las alarmas, emuló a su amada y quedó aplastado a unos metros del cuerpo yacente de Teresa. Aunque lo intentaron, los familiares no pudieron impedir que una misma tierra cubra hoy en única sepultura los restos de estos amantes, cuya lápida habla por sí sola en un verso de Quevedo: “Polvo serán..., mas polvo enamorado” .
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