Dentro de mis funciones de consorte, hace unas semanas me tocó dar apoyo en un acto a nivel andaluz convocado en la ciudad de Málaga. Así que, una vez terminada mi tarea como chófer, con el coche convenientemente aparcado y todo los temas logísticos debidamente resueltos, me encontré que tenía prácticamente todo el viernes a mi disposición.
Como se trata de un día muy señalado en el año para los malagueños, cuando se inaugura la iluminación navideña y con el famoso Black Friday a tope, decidí no recurrir a llamar a los amigos y buscarme la vida por mi cuenta. Una rápida vuelta por el centro, donde se concentran los museos de la capital, me convenció que era más prudente alejarme de allí, ya que decir que estaba colapsado sería quedarme corto, y opté por huir de tamañas aglomeraciones.
Tampoco fue gran problema; nuestra ciudad vecina tiene una oferta cultural de tal nivel, que siempre hay recursos. Así que un agradable paseo por el Teatro Romano, una comida en El Palo y una tarde de maratón de cine europeo contemporáneo en el Cine Albéniz (incluida la última obra de nuestro paisano Martín Cuenca) consiguieron que pasara ese solitario viernes tan ricamente.
Pero al salir del Albéniz, hubo algo que me llamó mucho la atención. Me refiero al Centro Cultural sefardí que se está construyendo en el entorno del Teatro Romano, la Alcazaba y La Catedral. La idea me pareció de una inteligencia realmente notable: incluir dentro de un recorrido de unos pocos cientos de metros, una oferta turística con reminiscencias romanas, musulmanas, judías y cristianas tiene una fuerza realmente notable y que pocas capitales del mundo pueden ofrecer.
En el viaje de vuelta a nuestra querida atalaya, una idea fija se había instalado en mi cabeza. Los que vivimos la Málaga de la transición, con un centro de la ciudad que languidecía y una vida cultural en franco declive, no podemos menos que asombrarnos de la transformación que ha experimentado. Con gran inteligencia y visión de futuro, no solo han sido capaces de remozar su urbe, sino que la han convertido en un polo cultural de primer orden, que atrae a un turismo alternativo al de masas de la Costa del Sol. Para ello, han utilizado todos los recursos a su disposición (como los pocos años que Picasso paso en su ciudad natal), hasta que finalmente la propia marca de la ciudad ha alcanzado un nivel tal que todos la asociamos con el turismo cultural. Sin duda alguna, un éxito de indudables proporciones.
Es posible que parte de este logro colectivo se deba a la personalidad magnética de Paco de la Torre. Y, seguramente, como en cualquier historia de éxito habrá una cara B que no sea tan luminosa. Pero, en general, podríamos decir que Málaga ha marcado un camino que otros podríamos seguir.
No es que en Almería estemos haciendo las cosas del todo mal; los visitantes que llevan tiempo sin venir a nuestra ciudad se sorprenden muy gratamente de su evolución y, como ya hemos comentado en varias ocasiones en estas páginas, la vida cultural de la provincia en general y de la capital en particular, empieza a ser digna de tener muy en cuenta.
A pesar de ello, se echa en falta una planificación de modelo de ciudad a largo plazo con un poco más de ambición, acorde con el enorme potencial que tiene esta ciudad. Porque tener la posibilidad desde un Terrao de disfrutar de una vista que abarca la Bahía, la Catedral, la Alcazaba y, frente a ella, un Cerro de San Cristóbal con su leyenda templaria (sea esta cierta o no), es un activo que puede hacer rivalizar a nuestra ciudad con cualquiera. Otra cosa es que el entorno no esté en las condiciones proclives para ello.
Solo hace falta el empujón de que los almerienses nos creamos de verdad la riqueza de nuestro acervo cultural y que tengamos la ambición de ponerlo en valor.
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