El Juicio Final

El Juicio Final

Andrés García Ibáñez
22:11 • 17 feb. 2012
La última vez que estuve en el Vaticano fue durante el verano del año 2000. Mi mujer y yo nos encontrábamos en la Capilla Sixtina, inmovilizados dentro de una marea humana –turba de turistas- que elevaban sus miradas hacia los esplendores del techo pintado. En medio del sofoco del mes de julio, aumentado por el contacto de los cuerpos, asistimos a un hecho esperpéntico; un vigilante de seguridad se abría paso a empujones desde una esquina de la sala hacia la otra. Su objetivo era amonestar a una chica que llevaba una camiseta de tirantes y no se había cubierto los hombros para acceder a la capilla. Bajo aquella explosión de cuerpos –carne por doquier- pintados por el florentino quinientos años antes, la Iglesia actual pedía cubrirse a los visitantes. El episodio me sugirió el tríptico “pecado”, que pinté nada más volver. En él, una Eva moderna, desnuda y enmascarada, ofrece sus manzanas a dos obispos. Uno de ellos, que ya ha sucumbido a la tentación, devora con ansia una de las manzanas; el otro –que porta las tablas de la ley- desaprueba la escena, iracundo y exaltado.

En aquel momento, el testero de la capilla estaba cubierto por las labores de restauración del ‘Juicio Final’, el canto de cisne de un escultor homosexual –metido a pintor por imposición papal- ya sexagenario. La minuciosa restauración ha mostrado, en toda su intensidad, el revoltillo de corpulencias desnudas y la sexualidad explícita en muchas de sus partes. En concreto, a la derecha del Cristo juez se encuentran los elegidos; entre la muchedumbre hay varias parejas de hombres abrazándose o besándose en los labios. Santa Catalina vuelve su cabeza hacia el sexo de San Blas, recurso típico del artista que ya aparece en el Adán y Eva de la bóveda. En los años que pinta el Juicio Final, Miguel Ángel se halla incendiado por el fuego del amor; desde 1534 se ha establecido definitivamente en Roma, tras conocer al bello y refinado Tommaso dei Cavalieri, objeto de su veneración. Atormentado por un hipotético castigo divino, no duda en escribir: “Vivo para el pecado, vivo muriendo; mi vida no es mía, es del pecado. El bien me viene del Cielo y el mal de mí mismo”. Esta terrible lucha interior entre su fe y su condición sexual explica la tensión y el drama que respira todo el fresco; “un caudal de ira, venganza y odio que resulta sofocante”, en palabras de Romain Rolland.

Desde que se descubrió la obra recién pintada en 1541, el Juicio Final ha generado una polémica inagotable. Después de su restauración, Wojtyla quiso zanjarla cuando lo calificó de “santuario teológico del cuerpo humano”. Pero su mensaje de represión sexual sigue vivo, hoy más que nunca, en el seno de una Iglesia a la que se le amontonan los casos de pedofilia motivados, que duda cabe, por los trastornos mentales del celibato.






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