No vive sus mejores tiempos la Iglesia en España. Para algunos son tiempos de invierno social, de falta de influencia, de silencios no siempre entendidos, de intentos de restarle la autoridad moral y ética que siempre ha tenido. Cuando hablo de Iglesia no lo hago solo de la cúpula, también de los católicos de a pie, cuya presencia como tales en la vida pública es crecientemente imperceptible. También de la escuela católica, sometida a una acción larga y decidida por parte de los Gobiernos socialistas para reducirla, limitarla y ahogarla y para expulsar la religión de las aulas y, si fuera posible, también de la calle. De campañas mediáticas y políticas claramente dirigidas a devaluar la inmensa labor que la Iglesia hace no solo con Cáritas, sino también en la atención a los enfermos en hospitales, a los vulnerados, a menores tutelados, a inmigrantes, a las víctimas de la trata y de la explotación sexual, a las personas que viven en las periferias y en la España vaciada. No hay ninguna realidad de exclusión social donde la Iglesia no esté presente.
Esa campaña es especialmente notable en dos asuntos. Las inmatriculaciones de propiedades y los abusos a menores. En el primer caso, ha sido la Iglesia la que ha informado de que algo más de mil propiedades que se le atribuían de acuerdo con un listado elaborado por el Gobierno --poco más del dos por ciento del total-- no son suyas. No “ha admitido” que esos bienes “no son suyos”, le ha dicho al Gobierno que se ha equivocado al atribuírselos. En todo caso, la transparencia y el cumplimiento de las leyes debe ser absoluta. Sin privilegios para la Iglesia, pero también sin cargas que otras instituciones o entidades similares no tienen.
El otro asunto, mucho más importante es el de los abusos a menores. La Conferencia Episcopal ha sido la primera del mundo en aprobar en un documento conjunto de obligado cumplimiento para las diócesis para luchar activamente contra los abusos. En todas las diócesis funciona ya una oficina de atención a las víctimas. Pero su negativa reiterada a abrir una información pública, a hacer un estudio histórico o a crear una comisión independiente de expertos para aclarar los abusos la ha puesto al pie de los caballos y ha logrado que otros se pongan al frente y no precisamente con el interés de descubrir la verdad sino de hacer daño y restar influencia a una Iglesia que hace una gran labor social y educativa y que reúne cada domingo en sus iglesias a más de diez millones de fieles, a pesar de todos los pesares. Pensar que la iniciativa de Podemos, ERC y Bildu, también del PSOE, de una comisión parlamentaria sobre este asunto busca conocer la verdad es, cuando menos, infantil. Si fuera así, estos grupos deberían abrir una comisión para estudiar y atacar el fenómeno de los abusos a menores --y proponer medidas efectivas-- en todos los ámbitos, ya que está demostrado que la mayor parte de ellos se producen en la familia y que en los colegios o escuelas católicas solo se ha producido una mínima parte. Gravísima y sin defensa alguna, pero mínima.
“Nos causan dolor y vergüenza los casos de pederastia”, ha reiterado el presidente de la Conferencia Episcopal. Pero no basta. Los obispos no pueden perder la oportunidad de empujar una investigación realmente independiente, de ser transparentes, de cerrar cualquier puerta a la impunidad. La Iglesia española, y no solo son sus pastores, se juega su credibilidad y algo más. Si no lidera, si calla, si no actúa, si no empuja, si no da la cara, si no convence con argumentos, si no sale a la calle y se moja en el barro de la vida, iremos a una Iglesia encapsulada, menguante, en una sociedad cada vez más alejada de Dios.
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