Hablaba con un timbre enérgico, cantarín, que bien podría haber prestado a cualquier garganta de soprano, si bien su agudo y potente tono sobresalía entre la variada cantinela de comerciantes y charlatanes que cantaban y contaban sus gangas y ofertas en las mañanas de mercado. No es que supiera mucho de números porque su niñez no estuvo agraciada en demasía con la básica formación que se prestaba en la escuela de aquel pueblo perdido en las primeras décadas de los años veinte del pasado siglo, si bien su situación familiar, como la de otros muchos escolares, condicionó su asistencia a clase donde aprendió a balbucear las cuatro reglas aritméticas y adquirió los conocimientos mínimos para manejar el abecedario y conformar palabras con sus letras, aun cuando aquellas nociones primarias de Lengua le resultaban divertidas y le hacían sonreír cuando tras varios intentos sus labios expresaban nombres de cosas y objetos. Su ávido desparpajo y su temprano interés por aprender siempre fueron recordados en tono elogioso por mi progenitora, con quien compartió aula, banca y maestra. Era la única mujer de tres hermanos -Joaquina, Ginés y Francisco- que fueron criados hasta su madurez por la Tía Garbancera, su popular abuela, muy conocida en la localidad por su dedicación a la venta de garbanzos, ocupación mercantil que debió heredar su única nieta, de cuyos recuerdos habla el puesto de venta ambulante que durante mucho tiempo detentó en el mercado dominical, donde quien suscribe la conoció.
Más parlanchina que Ramonet, aquella menuda pero oronda mujer instalaba su particular chiringuito bajo los gigantes plataneros de la amplia plaza, donde, aunque su especialidad era la compra y venta de huevos, mercadeaba también con productos derivados de la huerta. En la nebulosa del calendario la peculiar figura habita protegida siempre por anchos delantales de amplios bolsillos asidos, un recogido moño de oscura corona, y el rostro tamizado por un anárquico bronceado, aún joven pero siempre labrado con surcos de sacrificio, esfuerzo y trabajo. El alba dominical encontraba a Joaquina Reche y a Luis Redondo, su compañero y marido, con los preparativos de su colmado ambulante que trasladaban en las aguaderas que aparejaban el lomo de su inseparable jumenta blanca, que también acompañaba las matinales jornadas de compraventa. Y así, un domingo, y otro, y un año, y otro, y todos los años que la salud permitió a esta extinta pareja desarrollar su incansable actividad, hasta que llegaron los achaques y la imposibilidad física de continuar en activo. Durante un puñado de almanaques compartimos vecindad, hasta que sus respectivos periodos de residencia y el final de la vida se llevaron a los dos, primero a Joaquina y después a Luis.
El pasado viernes, mientras aguardaba a que alguno de los tres –hace unas semanas había quince- empleados de una entidad bancaria – que, por cierto, ha obtenido unos multimillonarios beneficios durante el pasado año- me atendiera, pude presenciar cómo una de las trabajadoras de la oficina informaba a un jubilado que no podía actualizar su libreta de ahorro ni hacerle entrega de cierta cantidad de dinero que precisaba porque tal gestión debía realizarla el propio interesado en un cajero automático, dada la hora -11,30 de la mañana-. Ante tal sugerencia, el paciente cliente informó a su interlocutora que lo había intentado, pero que las páginas de la cartilla estaban todas cubiertas de anotaciones y no le permitían realizar más operaciones. Con amabilidad, pero determinante, la empleada bancaria indicó al desconcertado señor que no se preocupara, que para conocer el estado de su cuenta y de sus ahorros disponía de la banca online y que para obtener dinero disponía del cajero. El impertérrito cliente giró su cabeza, me dirigió una interrogante mirada sobre su mascarilla y se marchó.
Ayer, cuando paseaba por el matinal mercado de mi pueblo recordé el episodio bancario y la vieja costumbre de Joaquina la recovera cuando acudía a la Caja de Ahorros y Monte de Piedad a ingresar sus ahorros, en pesetas, claro. Antes de llevar el efectivo, en billetes por supuesto, se entretenía en estampar su firma en todos y cada uno de los billetes. Cuando necesitaba sacar parte de sus depósitos visitaba a la misma entidad y exigía que le entregasen la parte solicitada con sus billetes rubricados. El responsable de la Caja ya conocía este hábito y procuraba disponer siempre de efectivos firmados por Joaquina, la precavida recovera de mi pueblo. Lo suyo, desde luego, no era confianza en el sector bancario.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/230505/la-precavida-recovera