Mamá, mamá, mamá

“Me instalé en una cala pedregosa, a la que califico de mi isla de Robinson Crusoe“

Beatriz Torres
08:59 • 03 feb. 2022

Presiento que se lo conté mejor a mi amiga Ángela, pero voy a intentarlo por escrito. Necesitaba salir, llevaba más de dos semanas encerrada, primero con las anginas, luego con las encías, y todavía no había sido capaz de hacer una gran excursión en lo que iba de año. Era el día de la paz y la andaba buscando. 



Aparqué al final de la playa de Mójacar y me adentré por mi veredita. La llamo así porque me apropio de los lugares que siento míos. Caminar por encima de los acantilados, observar las profundidades del mar y sus colores, a las gaviotas revoloteando por los islotes que hay camino de Macenas, pasando por la mina La Mena y la llamativa escultura de El Nazareno, la mejor composición artística hecha por la naturaleza que yo haya visto, y más allá, al fondo, el castillo, y por último la Torre del Pirulico. 



Me instalé en una cala pedregosa, a la que califico de mi isla de Robinson Crusoe porque allí he pasado muchos ratos leyendo, bañándome, y, en general, siempre he estado sola. Pero mi rinconcito, donde yo me sentaba, ya no era el mismo, apenas había arena y sí demasiadas piedras. Desesperada cogí el móvil y me puse a hacer fotos del paisaje que me rodeaba y ninguna me gustaba.  



Lo guardé en la mochila y procuré acercarme al mar y concentrarme en la línea del horizonte. Mi meta era relajarme y olvidarme de todo lo que perturbara mi espíritu, y lo conseguí sentada sobre una gran roca plana donde rompían las olas. De ese instante, de ese estar en el presente, guardo una fotografía en mi memoria.



Luego me comí las dos mandarinas que llevaba e inicié el camino de vuelta, en el que cada varios pasos me paraba para seguir mirando hacia atrás y no dejar de disfrutar de la inmensidad del mar y la sierra.



Como se acercaban las tres de la tarde me entró hambre y muy dispuesta me metí en Casa Juana, pero mi decepción fue mayúscula cuando descubrí que no me querían servir ninguna comida por mucho que lo pidiera. Insistí, por favor, ¿me pueden poner una cerveza sin alcohol y un panecillo con alioli? Entonces sí. Me supo a gloria y salí contenta.



Dentro de mí llevaba la sensación de Rigoberta y cantaba, “mamá, mamá, mamá, …”




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