Se dicen defensores del progreso, pero rebaten los avances de la ciencia y la tecnología que permiten el crecimiento económico y una vida mejor para todos. Cuelan que el capitalismo es un mal negocio porque expone las oquedades de un sistema imperfecto, pero que todos sabemos el mejor de los posibles. La izquierda de Alberto Garzón, Yolanda Díaz y compañía no anhela una sociedad opulenta y rica ni tampoco ellos son los últimos mohicanos del respeto al medio ambiente, aunque se encaramasen a los árboles como en su día iba a hacer la inefable baronesa Thyssen. Lo de la carne y las macrogranjas sólo refleja una forma de hacer política: ponen palos a las ruedas del progreso, ellos que se llaman progresistas.
Su enemigo común es la empresa y el capital. Por eso abogan por los pequeños ganaderos, por las pequeñas empresas, por los pequeños comercios. Todo muy pequeño. Rehúyen las grandes compañías y la industria, propia de las ganaderías intensivas, que ofrecen competitividad y rentabilidad y que, al mismo tiempo, reúnen aspectos mejorables como la gestión de los residuos y el bienestar animal. Para eso también hay soluciones gracias al progreso. Los dos modelos económicos, el pequeño y el grande, pueden y deben convivir. Sin embargo, ellos lo quieren todo minúsculo, porque temen como a una vara verde el poder del empresario, acaso porque nunca llegarán a crear nada igual salvo que entren en política y expropien, como decía Hugo Chávez. Y si no, ya rebajarán el entusiasmo empresarial con onerosos impuestos que desmotiven la iniciativa.
Esa izquierda tan caviar –de barrio sólo cuando quieren- no cree en el progreso ni en la riqueza. Pretenden la igualdad por abajo, la mediocridad en vena, la pulquérrima expresión de una vida plana gobernada por los decretos de su ideología trasnochada. Deben pensar que el dinero cae como un maná del cielo o que es tan sencillo como ponerse a fabricarlo hasta que salga gratis, como dice un chiste que me encanta: uno que va a comprar ladrillos y pregunta a cuánto sale cada uno; el vendedor le dice un precio y añade que cuantos más se lleve más baratos le salen. Entonces el comprador responde: ¡pues cargue el camión de ladrillos hasta que salgan gratis! Algo así sería lo que se nos viniese encima si esta tropa ocupara de verdad el poder en España. El comunismo, en fin, es una tragedia porque conduce a la ruina y a la miseria, aunque se vista de Chanel (con perdón a los “bandinistas”, en horas bajas).
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