Mala semana esta que concluye para la coherencia política y, en suma, para la democracia. He repasado muchos comentarios a lo ocurrido el jueves en el Congreso, y he leído cosas descorazonadoras: “Se representó una España imposible e irredenta”, o “España, al borde del precipicio”. La moral política nacional anda por los suelos, entre acusaciones, lanzadas un tanto gratuitamente desde las ‘dos Españas’, una contra la otra, de “pucherazo” y “tamayazo”. Ello, esta vez a cuenta de la votación de una reforma laboral que estaba lejos de ser la ‘derogación’ prometida por el Gobierno, y muy cerca de aquella reforma que hace diez años elaboró el Partido Popular, que sin embargo, combatió el decreto-ley gubernamental como si le fuese la vida en ello.
Lo de menos fue la equivocación a la hora de apretar el botón del ‘no’, pulsando desde su casa el del ‘sí’, de un diputado ‘popular’, pobre, que ahora ha de estar viviendo los peores momentos de su vida, y encima, dicen, con gastroenteritis. Ese fue el final-farsa, que diría Marx, de un proceso-tragedia, que dejaba al desnudo la incapacidad de nuestros políticos para entenderse en torno a cuestiones razonables, y la nueva, o no tan nueva, regulación laboral lo es. Lo que no fue razonable fue la reacción de los partidos, lanzando acusaciones de lado a lado del hemiciclo sin pruebas y sin tino, ni, desde luego, lo fue la postura autoritaria adoptada por la presidenta de la Cámara Baja, señora Batet, aferrándose a una discutible interpretación de un reglamento que hace tiempo debería haber sido modernizado y mejorado.
Creo que Meritxell Batet es una presidenta del Congreso demasiado volcada hacia los intereses del Ejecutivo, y ese tiro a Pedro Sánchez puede salirle por la culata, aunque, si estamos esperando a lo que decida el Tribunal Constitucional tras la denuncia presentada hace dos días por el PP, largo me lo vais a fiar. Aquí, de lo que se trata es de llegar como sea, con las mayorías, ya se ve que variables, compuestas como sea y al precio que sea, hasta el final de la Legislatura, que Sánchez fija en 2024, cuando sus fotografías con todos los líderes europeos y mundiales se hayan asentado en el recuerdo de los electores.
Olvidaremos el lamentable episodio del ‘disputado voto de UPN’ y del voto-en-Babia del diputado Casero, como vamos olvidando todos los desafueros registrados en los últimos años contra una democracia sana, una separación de poderes digna de tal nombre y una seguridad jurídica cada vez más necesaria. La ética política se relaja y la memoria ciudadana prefiere atenerse a las necesidades de su presente. Pero de ninguna manera podemos desconocer que la lógica política y democrática indica que, si un diputado expresa claramente cuál es su intención, por mucho que se haya equivocado, debe respetársele la voluntad, más allá de tecnicismos. Y que la mentira, por ejemplo, diciendo que se ha convocado a la mesa de la Cámara para dilucidar qué habría de hacerse, cuando esta convocatoria parece que nunca se produjo, debe ser duramente sancionada.
Por cosas más vistosas, pero menos comprometidas políticamente, existe un clamor en el Reino Unido para que se marche Boris Johnson, y conste que no estoy haciendo una comparación desmesurada: a Batet la han pillado ya en un par de renuncios embarazosos y su relevo debería estar siendo considerado por sus jefes políticos, que residen en La Moncloa, aunque por ese lado tampoco espere usted ningún movimiento regeneracionista desde las alturas del Poder.
Hemos encanallado ya demasiado nuestra vida política y solamente un pacto, que ya podría llamarse de moralidad política, entre el PSOE y el PP podría salvarnos de la ignominia que, si no --y lo más probable es que sea que no a pacto alguno--, puede anegarnos en los meses que nos quedan hasta que vayamos a las urnas. ¿Podría ser que los dos mayores partidos nacionales tuvieran un encuentro después de sacudirse de bofetadas en la campaña electoral castellano-leonesa? No lo creo, pero brindo por el pacto del 14 de marzo.
Por el casi imposible pacto del 14 de marzo, o de cuando sea.
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