A pesar de la tendencia positiva en cuanto a la diminución de los contagios en esta ola de la pandemia, pivotamos sobre una crisis que ha descubierto la esencia vulnerable del ser humano. Una crisis que ha movido nuestros cimientos y nos hemos quedado perplejos, si bien es verdad que es una coyuntura que nos ha puesto en una situación que jamás habíamos imaginado. Nos hemos dado un baño de realismo que nos ha exigido verificar cuál es nuestra resistencia, cuáles son nuestras capacidades y nuestras carencias. Por lo tanto, nos encontramos con una ocasión para autoevaluarnos y para reconocer que el ser humano no tiene bajo control la realidad, que muchas veces le supera.
A todo esto, la pervivencia –dos años ya- de la pandemia se produce en medio de una sociedad despiadadamente competitiva, que nos obliga a avanzar a costa de todo y de todos, a empellones y codazos, que nos exige vivir con madera de triunfadores, que nos demanda ser los más fuertes, los ganadores. Y es que no podemos negar que habitamos en la sociedad de lo inmediato, de la rapidez, en donde todo es para anteayer, en donde no importa abrirnos camino a costa de la fuerza y del desprecio a los demás; una sociedad con sello de competitividad, pero más equivocada que nunca. No hemos sabido construir sobre los verdaderos cimientos de la condición humana, y hemos implementado unos valores que llevan a todas partes menos a la que pueda facilitar una vida apacible y racional.
En estos días tamizados de variopintas actitudes, la realidad nos enfrenta al espejo y hay quien se crece y se sube como un meteorito sin detenerse a recapacitar cuán pequeños somos que ha tenido que llegar al mundo un patógeno que apenas se ve y ha sido capaz de revolucionarnos y de crearnos un serio problema vital. Pareciera que la soberbia y la arrogancia al uso vivieran de espaldas a la verdadera fragilidad de la humanidad, tal vez porque las tecnociencias nos han hecho creer que podemos conseguirlo todo y han expandido la sensación de que cada uno va a llegar hasta donde se proponga o hasta donde crea que está obligado a llegar, como si el ser humano no tuviese límites. No hay duda de que nos hemos dejado llevar por la cultura de la ilimitación, de la superación por encima de cualquier obstáculo, la del tú lo puedes todo si te lo propones, y las ramificaciones de estos postulados se han propagado en todos los estadios de la sociedad, desde la escuela a los más rebuscados oficios y profesiones. Si no eres el mejor, el más brillante, el que más ha prosperado te convierten en un fracasado, y es que nos han inoculado el mito de la voluntad de perseguir figuras ideales o modelos que son muy exigentes, pero que generan una gran frustración, al tiempo que nos induce a la comparación, que como ya se sabe es odiosa.
Junto a la cultura de la ilimitación cada día es más evidente que nos movemos en la sociedad de la exhibición. Todo hay que exhibirlo: lo que comes, donde viajas, el coche que tienes, si estás en las islas más paradisiacas del mundo…hay una exhibición constante sin lugar al más mínimo pudor, y de eso saben mucho las redes sociales, unas más que otras. Por regla general, el estereotipo más dado a este perfil es el de la persona arrogante y soberbia, quien cree que todo lo sabe y todo lo puede resolver por sí mismo. La vida pública, sobre todo la política, es un vivero -además de otras lindezas- de soberbia y arrogancia, como bien ha evidenciado la actualidad de la última semana.
Frente a tan negativo caleidoscopio tal vez estemos necesitados de una dosis, aunque sea pequeña, de humildad, una virtud que está eclipsada detrás de otras como la solidaridad o la tolerancia, que puede que no brille como la justicia, la fortaleza o la templanza, pero que es fundamental porque representa el reconocimiento de nuestros propios límites y de los contornos del ser humano, pues no en vano fue considerada por San Agustín como la madre de todas las virtudes. No estaría de más que tanto arrogante y soberbio que nos circunda acudiese a la ejemplarizante novela de Miguel de Cervantes “Coloquio de perros”, en la que Berganza, uno de los dos canes, en su diálogo con Cipión, define a la humildad como “la basa y fundamento de todas las virtudes”. A ver si así somos más humildes y la humildad deja de estar ausente y de ser esa desconocida en nuestra sociedad.
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