Jose Fernández
21:36 • 20 feb. 2012
Disculpen que vuelva hoy con el viejo tema del vandalismo urbano. Sé que no les aporto nada nuevo si vuelvo a expresar mi consternación por compartir ciudad con gentuza capaz de destrozar los espacios públicos por no saber en qué otra cosa mejor emplear su pobre vida, pero es que se me van los dedos. La última -por desgracia en su acepción de "más reciente"- actuación de este rebaño de homínidos ha sido quemar un parque infantil a las puertas de un colegio en el Zapillo. Sí, han leído bien. Los pellejeros de turno no han tenido mejor ocurrencia que incendiar los columpios y caballitos de madera que usaban los niños junto al colegio Virgen del Mar, en la plaza Jairán. A lo mejor han querido rendir un homenaje a "Descalzos por el parque" y lo han convertido en "Descerebrados por el parque". Pero qué atrevidos, qué rebeldes, qué alternativos y qué pedazo de hijos de puta tenemos sueltos. Y es que ya no es cuestión de lamentar únicamente el elevado coste económico que supone la reposición del mobiliario urbano que estos desgraciados destrozan por placer. Hablo del coste que supone trasladar a los niños el mensaje de que su parque ya no existe porque unas personas se lo han quemado. Introducir el bidón de gasolina en el mapa mental de unos niños que están aprendiendo a hacer fichas con las letras y números es un logro educativo que no sé bien cómo podríamos agradecer a estos ardorosos imbéciles. No sé si el socarramiento de escroto alcanzaría a premiar su gesto como se merece. Se me antoja insuficiente.
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