En mi vida he llegado tarde a las cosas más o menos importantes, supongo que porque nunca tuve prisa. Cuando miro hacia atrás, y tampoco demasiado, veo incluso que la curiosidad no empezó a formar parte de mis inquietudes hasta después de la universidad. Por aquellos tiempos tenía una pasión que me dominaba: la fiesta de los toros. Fuera de ahí encontraba frío e indiferencia. Es sorprendente cómo va uno evolucionando y despojándose de ideas bien fijadas y cómo a la vez otras personas van quedándose en el camino, sin explorar nada más y ataviados con el mismo ropaje de siempre.
No digo que mi forma de ver las cosas sea mejor que otras. Pero me llama la atención cómo yo mudé (pero sin perderla del todo) la pasión hacia un arte cualquiera en beneficio de la curiosidad, del hallazgo, del descubrimiento, coincidiendo con una pulsión muy fuerte: la lectura de libros. Comencé entonces a deshacerme de prejuicios, a hilvanar ideas diferentes, a interesarme por asuntos inverosímiles, dispares, peregrinos. De pronto, todo empezó a tener un sentido distinto, y los libros constituyeron la piedra angular de ese cambio insospechado, de aquel momento estelar de mi vida.
Durante estos días estoy leyendo ‘El infinito en un junco’, el exitoso ensayo de Irene Vallejo, que excava en los orígenes del libro. Lo estoy disfrutando lentamente. Como decía el legendario rejoneador don Álvaro Domecq lo vengo leyendo despacio, como se besa y se quiere. Porque los libros llegaron relativamente tarde a mi vida, pero se quedaron e hicieron noche. Hace unas semanas el carpintero terminó mi pequeña biblioteca de Alejandría en casa. Una habitación entera alberga y reúne los libros de toda mi vida –y los de mi mujer y ahora mi hija- y los que quedan por leer. Les confieso que es un sueño cumplido, un gozo silencioso en estos tiempos urgentes y líquidos.
Cuando veo mi flamante biblioteca, siento la grandeza de la literatura, de la historia, de la ciencia, del arte, pero sobre todo del pensamiento. Porque los libros almacenan físicamente, tangiblemente, pensamientos e ideas y eso me parece que nos acerca a la inmortalidad. Si a ello le añades que tienes la suerte de que nadie te puso nunca límites a tus lecturas, a diferencia de muchos lugares dominados por fundamentalismos religiosos o sectarismos –ya presentes en Occidente, entre quienes abogan por la cancelación de obras y autores-, entonces, decía, me siento la persona más afortunada de la Tierra. Ahora entenderán mis amigos y familiares por qué siempre regalo libros y por qué nunca dejaré de hacerlo.
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