Lo imprevisible acecha en las entrañas de la realidad. Se puede agazapar dentro de la mente de un tranquilo joven que juega sin freno al Warcraft en su ordenador o detrás de la resentida alma de un antiguo espía de la KGB que vio con impotencia hundirse ante sus narices el imperio al que servía con fidelidad.
Nuestras vidas se mecen en un balancín cósmico que oscila de la regularidad previsible a la sorpresa incontrolable. Prever el futuro no escrito es quizás el mayor de los anhelos y empeños humanos.
Queremos controlar la realidad y saber por dónde nos va a llegar su próximo zarpazo en forma de accidente, enfermedad, crimen o guerra. La política, la ciencia y las leyes se inventaron para eso.
En las últimas semanas ha coincidido lo filosófico que enseño en mi Celia Viñas con lecciones de las noticias. A mis alumnos y alumnas de 1º de Bachillerato les enseño el ‘efecto mariposa’, que no tiene nada del colorido y delicadeza que aparenta su metáfora. No se puede colorear el caos que anida en la realidad y de las que los humanos somos parte. La teoría del caos no puede llevarse a una de esas actividades lúdicas de la ESO que tanto gustan a los burócratas.
En pocas semanas, se cumplirán 30 años desde que se vivió un torbellino de violencia en Los Angeles tras la sentencia casi absolutoria de los cuatro policías que apalearon gratuitamente a Rodney King.
Aquello comenzó con una protesta pacífica junto a la que pasó uno de los acusados sonriendo a cámara. Todo estalló y tras unos días acabó con más de 60 muertos inocentes, más de dos mil heridos y miles de comercios destrozados por las llamas. No necesitamos películas de zombies mientras haya humanos como aquellos hambrientos de destrucción en las calles de Los Angeles del 92 y que gritaban bonitas consignas por la paz.
No hay mayor plasmación del caos humano que la guerra y el ex espía Putin lleva semanas poniéndonos en su precipicio. Queremos creer que el autócrata ruso anda en lo que se llama “teoría de juegos” o estrategia y que finalmente, controla su mente. Es solo un buen deseo.
A sus 15 años, Santiago es un chico normal y algo tímido de Elche. Sacaba buenas notas hasta hace poco, cuando ya jugaba mucho al ordenador. No sabía que iba a matar con una escopeta a su madre, quien minutos antes le había castigado sin videojuegos, internet ni videoconsola. Santi mató luego a su hermano porque se iba a chivar; se dejó guiar por la misma racionalidad con la que Putin envenena a sus rivales políticos o pone a su ejército al borde de una invasión. Después esperó a su padre y lo mató “porque se iba a enfadar”, según declaró. Santi pasó varios días junto a los tres cadáveres sin parar de jugar a videojuegos antes de confesar por whattsapp su horrendo crimen.
Psicólogos de Cruz Roja acudían esta semana al instituto del asesino para atender a sus compañeros. Sin embargo, la incertidumbre, la complejidad y el caos no son cosa de pedagogos, son terreno de la filosofía y la metafísica.
Nadie se explica qué le pasó a Santi pero paso la página del mismo diario y me encuentro otro crimen igual de brutal e irracional. Sin embargo, este lo ofrece bien explicado el periodista de turno. “Un nuevo caso de...”, todo solucionado.
La irracionalidad humana no se deja envolver en papel de regalo y por ello es mucho menos rentable que el falso orden que nos venden en el mundo terapéutico bajo control, del que burócratas, políticos y periodistas sacan rédito a diario.
Los profetas del mundo digital nos prometieron un futuro de comunicación y racionalidad, lleno de algoritmos racionales. Nadie supo prever que la irracionalidad humana nutriría los circuitos del planeta. Solo nos queda rezar o esperar que no se apague el wifi.
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