Cuando vemos todavía por la vía pública a muchas personas ataviadas con mascarillas sanitarias no puedo dejar de pensar en la llamada “ventana de Overton” una teoría política que consiste, básicamente, en que lo imposible se torna en posible. Imagínense en el año 2019 y en la risa que nos hubiera entrado si alguien hubiese dicho que teníamos que llevar mascarilla por la calle como los japoneses. Y piensen cómo han cambiado nuestras vidas y cómo se han socavado nuestras libertades a causa de un virus que ha inoculado un miedo cerval en millones de personas para las que su existencia nunca será igual que antes.
El miedo es ingrato y libre, pero no deja de sorprender este fenómeno de las mascarillas que se da en diferentes ámbitos: en los campos de fútbol a cielo abierto, donde no puedes ni siquiera tomarte unas pipas -no así en los restaurantes, donde se abre la veda y la boca-; o aquellos que van solos en el coche con el barbijo puesto –a veces hasta con una Ffp2-, acaso porque temen que el virus les espera impaciente en el salpicadero desde el día anterior, dispuesto a picar proteína. Hace ya muchos meses que se demostró que no hay contagio por superficie, pero da igual: el gel hidroalcohólico sigue siendo obligatorio en muchos lugares. El otro día, sin ir más lejos, estuve en la terraza de un bar y me ocurrió algo tan extravagante como ridículo. Al llegar, la camarera nos dijo que nos echáramos el gel -yo hice como que me lo echaba pues en la mayoría de sitios suelen tener un líquido pastoso desagradable- y que nos pusiéramos la mascarilla hasta llegar a nuestra mesa, que se encontraba a escasos dos metros.
Claro que han ocurrido muchas situaciones tan ridículas como ésta y nos hemos acostumbrado, entre otras razones porque hemos sido responsables en la pandemia, ya que tampoco contábamos con demasiada información y la autoridad ejerció su labor de un modo contumaz y eficiente. Sin embargo, lo preocupante no es lo que ha sucedido durante estos dos años, sino que mucha gente haya sucumbido definitivamente a este pavor a la enfermedad, aun estando ya vacunados, y que el miedo no lo puedan ocultar tras los tapabocas. Por supuesto que cada cual lleva lo que quiera, pero la ventana de Overton demuestra que lo más inverosímil puede convertirse en una realidad cotidiana y que es fácil cambiar la voluntad de las personas para siempre. Vivir con miedo, desde luego, me parece la mayor de las condenas y es algo que no deberíamos de permitirnos después de tantos meses de agónica angustia. Espero, al menos, que las noticias sobre el Covid vayan bajando el diapasón.
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