Ni dos años se han cumplido --falta una semana-- desde que todo cambió en nuestro entorno y en nuestras almas. Pertenezco a esa inmensa generación de españoles nacidos bastantes años después de la contienda civil que nos creíamos a salvo de todo: del hambre y de las penurias, de las pandemias, de la guerra y de los gobernantes locos. Creíamos que nuestros ancestros ya habían vivido todos los horrores. Luego, el 14 de marzo de 2020, vino el estado de alarma sanitario, la crisis en la principal institución del país, vimos a un tipo vestido de búfalo poner los pies en la mesa del presidente del Senado de los Estados Unidos y a dos personas esquiando en la Puerta del Sol, mientras la gente se moría a chorros por la enfermedad. ¿Qué más podía pasar ya? ¿Qué nos quedaba por ver? Pues esto que ahora estamos viendo: el sufrimiento masivo.
Nadie saldrá del todo indemne de esta guerra en Ucrania, como muy pocos han salido indemnes, aunque no lo hayan padecido, del virus del Covid, del que se habla poco --hay temas más angustiosos-- pero que ahí sigue, con el disfraz de carnaval del ómicron. Todas las previsiones económicas y vitales, la frágil normalización que se intentaba desde la sanidad hasta la hostelería o el turismo, han saltado por los aires. Creímos tener un chiflado en la presidencia de los Estados Unidos, afortunadamente ya alejado, espero que para siempre, de la Casa Blanca y nos hemos empeñado en no observar más de cerca al monstruo que anidaba en el Kremlin, aunque todos sabíamos que en algún momento provocaría el estallido.
En estos dos años, dignos de un serial de Netflix, se han zarandeado las fuerzas políticas, y hoy casi todos --menos uno-- son rostros nuevos en el panorama de los partidos españoles; se ha hundido, reflotado y ahora parece que vuelto a hundir el panorama turístico; el hombre que ejerció como jefe del Estado durante cuarenta años se ha mantenido, protagonizando siempre muchos titulares, en un muy particular exilio --ya sé que no es eso: defínalo cada cual--. España es un país fuerte, lo suficientemente organizado (aunque carente de una sociedad civil digna de tal nombre), que, con todo, ha funcionado bastante bien en estos dos años de pesadilla. No sé si el tejido empresarial y bancario, las instituciones no renovadas o mal renovadas, la paciencia ciudadana ante las brutales subidas de precios de la energía y de la alimentación que nos vienen sin remedio, aguantarán un nuevo embate, ahora el de una guerra que aún nos parece lejana pero cuyas salpicaduras van a llegarnos: los refugiados, que espero que sean acogidos con el respeto y la generosidad que merecen, y las consecuencias económicas y morales de una conflagración en Europa.
Claro que no todo se resuelve con política, pero la política --la buena-- es componente esencial para resolverlo casi todo. Carecer, tanto desde la derecha como desde la izquierda, de una oposición ‘constructiva’ a un Gobierno con las peculiaridades del nuestro me parece grave, sobre todo cuando es obvio que ha llegado el momento de trabajar muy activamente para pavimentar el ‘nuevo’ futuro inesperado.
Sánchez es hoy el único de los líderes políticos españoles que ha tenido protagonismo en estos dos años de locura: ha visto cómo se derrumbaban Ciudadanos, Podemos y la cúpula del PP, aferrándose, para sostenerse, a partidos que no buscan precisamente la estabilidad del Estado. Creo que ha gestionado mal, con egoísmo y prepotencia, sus relaciones con los tres ‘caídos’ --caídos por culpas propias, es verdad-- y hora es de que deje de preocuparse por su pervivencia en La Moncloa y deje de gozar, como Nerón, del incendio que está devastando la política nacional. No queda más remedio que repetir que no sabemos ya qué tiene que pasar para, visto lo visto en estos dos años, entender que hay que manejar el timón de otra manera.
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