Quienes más hablan de pacifismo, antimilitarismo y otras obviedades propias de los buenos corazones son, paradójicamente, los que aceptan y, en fondo, justifican con su inacción la agresión de Rusia a Ucrania.
Claro que existe un generalizado no a la guerra en todas las consciencias, pero para que esta negativa se lleve a la práctica sólo sirve que se impida al agresor que siga masacrando a sus víctimas y no otra cosa.
De ahí la hipocresía de quienes no toman partido basándose en un presunto pacifismo. Suya es la cruel ironía de remitirse a acciones diplomáticas y a la mesa del diálogo entre rusos y ucranianos, cuando no se trata de una negociación entre iguales, sino de la imposición de los victimarios sobre las víctimas, de una mesa de claudicación y de rendición incondicional y no de legítimas pretensiones políticas de una y otra parte.
Si los presuntos pacifistas fueran tales, en vez de sus falsos melindres antibelicistas estarían manifestándose masivamente son su eslogan preferido de “no a la guerra” para impedir en las calles las atrocidades de Putin.
Porque de eso es de lo que se trata en este conflicto, del intento del zar ruso de acabar con Ucrania, no físicamente, porque destrozada no le serviría de nada en sus apetencias imperialistas, sino de su independencia, su orgullo nacional y sus reglas democráticas de convivencia.
O sea, que los que se oponen a la ayuda militar a quienes tienen el legítimo derecho de defenderse, no son pacifistas de nada sino que están justificando la guerra, porque en este conflicto sólo hay una parte que practica la violencia mientras otra sólo la sufre e intenta protegerse de ella.
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