De aquella banda de forajidos de la demagogia que asaltó la razón hace dos años culpando a las manifestaciones feministas de la expansión del virus, casi ninguno de ellos ha caído en la indecencia de volver a sacar de su guardarropía mental tan insostenible argumento; tampoco han tenido la valentía de reconocer la catarata de falsedades construidas por la que se despeñaron entonces, pero la honestidad no es virtud que transite con frecuencia por el desfiladero de la política o la balacera permanente de la orden de predicadores mediáticos. Es verdad que siempre hay algún cretino de guardia dispuesto a romper la regla de silencio monacal autoimpuesta por quienes tanto ladraron entonces olvidando intencionadamente que, en aquel mismo fin de semana, fueron muchas más las personas que habían asistido a los campos de fútbol o a misa que las que recorrieron las calles pidiendo igualdad entre hombres y mujeres. Aficionados cantando goles desde las gradas de un estadio o fieles rezando entre las paredes de una iglesia no tienen la capacidad infectiva de feministas reivindicando en la calle una sociedad más igualitaria. Los derechos y la igualdad siempre han sido más nocivos para estos jinetes del apocalipsis.
Pero que después de aquel griterío construido sobre argumentos tan vacíos de razón como llenos de intencionalidad haya llegado, sin pedir perdón, este silencio, demuestra el nivel de toxicidad política que estamos alcanzando. Cuando la mentira cotiza al alza en la bolsa de la verdad, da igual que lo que digas hoy sea desmentido por la realidad mañana, nadie va a pedir perdón.
Me acuso de militar en el partido sin siglas que defiende que la política sea ferozmente aburrida. El ruido de los antisistema, los gritos exaltados de los francotiradores, la inteligencia de dirigentes que antes de llegar al postre de una cena ya han diseñado dos decretos ley o el adanismo de quienes inventan el mundo cada mañana resulta tan detestable que no alcanzo a comprender cómo hay españoles encantados de estar, como el Cristo de la Cuaresma, eternamente enojados. El problema es que, al contrario que en las palabras del Gólgota, no podemos decir “perdónalos porque no saben lo que hacen”. Vaya si saben lo que hacen.
Con todo, lo que sí ha demostrado este 8M es que la pandemia del machismo militante está acorralada. La marea de conciencia feminista es tan imparable que ni los generales del ejército negacionista se han atrevido a exhibir más ladridos de los habituales en las cuadras de Twitter y Facebook.
Los actos en los municipios, desde el más pequeño al más grande, las actividades en las aulas, las manifestaciones en las calles, la toma de las plazas, consolidan la percepción de que la conciencia feminista ha traspasado sin vuelta atrás la frontera de la heroicidad concienciada para adentrarse en un bosque en el que los árboles no pertenecen a nadie.
El lunes pasado y en un acto organizado por la Diputación y este periódico, más de cien personas asistimos conmovidos a la confesión de tres mujeres que han triunfado en el mundo del deporte a pesar de ser mujeres. Las tres encontraron en su condición femenina un obstáculo más que superar en una carrera, no hacia el éxito (que eso les llegó después), sino hacia la práctica de lo que les hacía felices. Las experiencias de Almudena Cid, Paloma del Río y Virginia Torrecilla contadas por ellas mismas desvelaron cómo con su decidida voluntad consiguieron que aquellos hombres que en el inicio de sus proyectos vitales sembraron de dificultades el camino acabaron convertidos en aliados. Una conversión que no se produjo por la asunción espontanea del error, sino por la obstinada voluntad de las tres. Nadie les regaló nada y todo tuvieron que ganárselo a pulso.
La tarde de aquel sábado de hace casi cincuenta años en que con pantalón corto llegué por primera vez a este periódico para entregar una crónica (recuerdo que era sábado porque la crónica era sobre el premio de la lotería que esa mañana había caído en el levante), el director de entonces tuvo la amabilidad de hacerme pasar a su despacho. Aquel tipo castellano, pálido y serio como un quijote salmantino me miró y me dijo dos cosas que nunca he llegado a olvidar.
-Pedro, te voy a dar dos consejos. El primero: lo importante en la vida no es valer, sino querer valer. El segundo: si un día llegas a dirigir un periódico nunca metas a mujeres en la redacción.
Al primer consejo le hice caso. Al segundo, nunca.
Cuando diez años después llegué como profesional a la Voz sólo había una mujer- Lola Nieto- en la redacción. Desde entonces han pasado decenas y decenas de mujeres. Y a pesar de los micromachismos que con tanta razón me censura mi hija, siempre he tenido la convicción de que acerté no haciendo caso a aquel director que aquel sábado tuvo una mala tarde.
Me gusta el perfume imparable del feminismo y sé que, como Rick en Casablanca, esta vez estamos en el bando de los vencedores.
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