Jose Fernández
01:00 • 26 feb. 2012
Los mejores westerns los firmaba un irlandés, un tal John Ford, y la mítica Casablanca la rodó el húngaro Michael Curtiz. El gran Billy Wilder era austriaco. Sin embargo, todos ellos rodaban en inglés y hacían cine americano. Y es que si en cualquier disciplina artística cuesta mucho establecer fronteras y denominaciones de origen, posiblemente el cine sea la que, a mi juicio, peor resiste todas estas maniobras delimitadoras de procedencia tan de moda. Así, el concepto “cine español” plantea dudas en cuanto a su alcance porque lo cierto es que el 95% de las películas que se proyectan en España se escuchan en perfecto castellano, con independencia del idioma en que se haya rodado la cinta, gracias a esa empobrecedora manía de privar a los espectadores españoles de las versiones originales de las obras. Por lo tanto, tan español suena Antonio Resines haciendo de Antonio Resines como Meryl Streep copiando el acento inglés de la señora Thatcher. Así que habría que buscar límites geográficos para decir que cine español es el producido dentro de los límites territoriales. ¿Y si el director, guionista o actores no son españoles podríamos considerarlo también como producto nacional? Ya ven que el tema plantea algunas dudas razonables que tiendo a resolver de un modo más bien simple: me gusta la película o no me gusta. Así de fácil. El cine no tiene más frontera que la capacidad de dejar a alguien absorto dos horas ante una pantalla, con independencia de quién actúe, dirija o produzca. Y claro, si luego vemos las galas de entregas de premios nacionales (todas tan iguales y previsibles) y vemos que la operación de diferenciación consiste en copiar las ceremonias del gran enemigo a batir, pues perdonen que me aburra antes con los Oscar que con los Goya. Una impresión personal.
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