Luz de farola

Luz de farola

José Luis Masegosa
23:21 • 26 feb. 2012
Se lamenta con cierta comprensión de la escasa aceptación que su periódico encuentra ahora entre sus asiduos clientes. Como otras muchas causas señala la situación económica y social que ha mermado muchos bolsillos, cuyos usuarios han tenido que restringir gastos. Tal vez por ello, a sus 37 años, John entiende a los transeúntes que, pese a que detienen su tránsito urbano para intercambiar impresiones, no hacen ademán de extraer los dos euros que cuesta la publicación.
En su oficina callejera, bajo la marquesina de un despacho de lotería, este locuaz nigeriano se lamenta de su regreso a la venta de “la Farola”, después de haber estado varios años ocupado con la madera en el sector de la construcción, circunstancia que también achaca a la puñetera crisis.
Como otros muchos subsaharianos, John llegó acochinado en una patera hasta las playas andaluzas a cambio de casi mil euros. Franco y sincero, John no oculta que tuvo que triplicar el desembolso inicial para conseguir su objetivo, pero para ello debió seguir la hoja de ruta de la inmigración en España, la senda de obligado cumplimiento que le llevó por centros de acogida y comisarías hasta dar con su contacto, un hermano que al igual que él encuentra en el diario de los sin techo un reclamo para recibir algunos céntimos, más que un producto que proporcione unos ingresos mínimos para subsistir.
Cuatro o cinco euros al día
El joven africano es consciente de esta realidad, la misma que le lleva a confesar que subsiste con solo cuatro o cinco euros que pueda obtener en sus más optimistas jornadas laborales que, como para otros muchos compatriotas, se prolongan más allá del sol a sol. El paciente vendedor de esta humilde publicación no sabe ni quiere saber nada de la trastienda de la cabecera, ni entiende qué es eso de la prensa social que nació, mediados los ochenta, de manera muy rudimentaria en Nueva York, y que evolucionó y traspasó fronteras hasta llegar a nuestro país con “la Farola”, un diario de calle que podría haber contribuido a una auténtica integración de los excluidos, de no haberse desvelado el supuesto afán de lucro de su fundador, George Mathis.
John comparte un cuarto a extramuros con su hermano, uno de los tres miembros de esta familia numerosa que sobrevive a este lado del Estrecho, no sin numerosas dificultades. El vendedor asegura que hay días en los que apenas vende uno o dos ejemplares, frente a los seis o siete que expendía hace un año, pero insiste en que la mayoría de los ciudadanos que se acerca a su “oficina” le entrega las monedas, pero no se lleva el periódico porque, según él, los clientes piensan que de esta forma los vendedores ganan más. En cualquier caso, John sabe que mañana, cuando oscurezca el neón y el baldeo urbano levante el alba, él, como otros muchos africanos, encenderá su propia luz bajo la Farola.






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