Cuando el otro día el actor Will Smith abofeteó al presentador de la gala de los Oscar, Chris Rock, por un chiste sobre la mujer del oscarizado intérprete faltó tiempo para que numerosas personas justificaran al “príncipe de Bel-Air” en las redes sociales y afirmaran que el cómico mereció una mayor reprimenda por ensuciar el escenario con una ofensa que había de ser vengada por el “ultrajado” esposo. Como si estuviéramos en la Sicilia de Vito Corleone, el honor de los Smith había sido mancillado.
La empatía está llegando demasiado lejos en esta sociedad hiperinflamada de excitación y siempre al borde del pasmo y el infarto. Comprendemos, asumimos y avalamos lo inexplicable y lo irracional; los instintos más primarios están supliendo las vigas maestras de una civilización armada en la Ilustración y cimentada en un sistema liberal construido con los principios de la libertad, igualdad y fraternidad, que nos legaron los franceses en sus primeros balbuceos democráticos.
En el peligroso infantilismo reinante emergen actitudes como la de Smith y entonces algunos la comprenden y, peor todavía, la comparten, indignados porque el presentador había cruzado los límites de lo admisible. Y como protector del honor de su esposa, el actor de ‘En busca de la felicidad’ debía propinarle un guantazo sin mediar palabra y a continuación volver a su asiento sin que nadie del público lo abucheara, que es lo preceptivo en una sociedad adulta. Sin embargo, vivimos inmersos en un estado emocional que justifica la ira del niño y del adulto y el incumplimiento de las reglas (por ejemplo, democráticas, como en Cataluña, epítome de la ensoñación adolescente). Y compensadas con apaciguamiento y paños calientes, es decir, con una comprensión borreguil y ciega.
Es la vuelta a la ley del más fuerte, ya no sabemos si por deficitarios valores democráticos, si por la polarización instalada en la opinión pública o por la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones como fuente de resolución de conflictos. Si se trata de esta última más nos valdría poner remedio, porque estaríamos involucionando de forma preocupante. Urge una reubicación de los principios.
La ley del más fuerte requiere de víctimas. He aquí una de sus peculiaridades. Por eso la victimización infantil de los colectivos en esta época de pretendida pero ineficaz igualdad está cosechando cada día más adeptos: siempre tienen a mano unos apaciguadores que los entienden y los mecen. Como mecido ha estado Will Smith por quienes sobrentienden la ofensa como la mecha necesaria y anterior al bofetón. Que enarbolan la ley y el orden en otros escenarios, pero que abjuran de ambas en situaciones en las que ellas y ellos hubiesen alargado la mano todavía con más furor y odio. Poco le hizo, dicen. El adolescente díscolo e irascible del ‘Hermano mayor’ de la televisión prolifera en este mundo extraño, donde la palabra sucumbe al puño, donde la fuerza entierra a la razón. Y resulta irrelevante que los protagonistas fueran negros, blancos, hombres o mujeres, porque eso equivale a circunscribir el asunto a una colectividad concreta, justo lo que quieren algunos en esta orgía de victimismo en la que estamos viviendo, que decía Loquillo.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/234973/el-honor-de-los-smith