Las jornadas de la Semana Santa comienzan a andar hoy, y por obvias motivaciones de carácter histórico muchas de las tradiciones y celebraciones que vamos a revivir tienen naturaleza y origen religioso, y ésta más que nunca. En la víspera de este pasado Domingo de Ramos anduve en una de esas manifestaciones que no por cercana había reparado en su existencia. A la caída de la tarde, tras una celebración eucarística entre dos medianas tallas del Nazareno y de una Virgen con advocación de los Dolores, un ramillete de los poco más de doscientos cincuenta vecinos censados de Los Cerricos, en el norte de la provincia, a escasos dos kilómetros del Santuario de El Saliente, se disponen a recrear su Semana Mayor con la singularidad y atrezo de los recónditos lugares provincianos, en los que parece que el viento da la vuelta.
Este invierno que no es invierno ha permitido un pequeño paréntesis a la primavera. La luz de la tarde aún no dejar entrever las cuatro velas eléctricas que acompañan una de las andas que sostiene al Nazareno andante sobre una alfombra perimetral de centros florales, en tonos morado y amarillo. La altura de la cruz obliga a los voluntariosos portadores a descender a ras del suelo para poder traspasar el dintel de la puerta de la recogida iglesia dedicada a San Bartolomé, el patrón de este núcleo poblacional del municipio de Oria.
Aunque la mayoría de asistentes peina canas hay una participación respetable de jóvenes y pequeños. El Nazareno ya está en la amplia explanada que abraza el templo Otras andas de trono se disponen a realizar idéntica salida. Es la de la Virgen de los Dolores, de semejante dimensiones a la imagen de su Hijo. En este caso son chicos jóvenes los que se encargan de cargar con el paso que dirige una energica capataz que no ahorra órdenes e instrucciones. Los tronos no son exclusivos de un género o de otro, a veces alguno parece corresponder sólo a varones, pero la presencia de una fémina corrige la primera impresión. Al cortejo se unen dos únicas muchachas que incorporan el acompañamiento musical, sobrio, ronco y reiterado: Un bombo y una caja donde redoblan las baquetas con idéntico compás durante las casi dos horas de desfile.
La Plaza de Antonio Marchán, -el gran artesano miniaturista que elevó al arte sus arados, yuntas, hornos, y numerosos tesoros arrancados al olivo y otras maderas- bifurca el camino a seguir por los dos pasos: a la derecha el Nazareno y a la izquierda su Madre. El fondo de la plaza, justo donde se alzan las tablas que acogen las bandas y formaciones musicales durante las fiestas patronales, es el escenario donde ambos tronos son empujados por sus portadores para inclinarse frente a frente y hacer de la genuflexión una respetuosa salutación, que es valorada por la contada asistencia.
La penumbra avanza hacia el ocaso. Sevilla, Zamora, Salamanca, Málaga y tantas ciudades y lugares se agitan y transforman a esa hora y durante esta semana, de un modo que tal vez no encuentre la comprensión de quienes no habitan en dichas tierras y más aún para quienes viven bajo el marchamo de la izquierda, la rojería progresista o ámbitos similares. Craso error de quien vea en la celebración andaluza, en la sobriedad castellana o en la sencillez de Los Cerricos una demostración de fanatismo religioso; errónea concepción, por otra parte, de quien estime en estos festejos un sarao pagano de músicas, disfraces y santos bailando.
Es noche cerrada en el miniaturista rincón de la Sierra de las Estancias. Una fresca brisa duerme los intermitentes pavílos de los cirios que sostienen las manos peregrinas y que rompen las tinieblas. El cortejo circunvala el núcleo de rurales edificios. Dos pequeñas camareras –Daniela y Marina-, lucen sus negras mantillas. La tenue luz de sus faroles de mano ilumina nombres de moradas y tabernas del recorrido: Bar Remedios, Casa de Caroline, Sueño Andaluz, Bar el Alcalde…Es evidente que no nos hallamos ante una cofradía de Don Guido, el arquetipo de señorito que cantara don Antonio Machado: “Aquel, que gran pagano, se hizo hermano de una santa cofradía y el Jueves Santo salía llevando un cirio en la mano, aquel trueno, vestido de nazareno”.
La Semana Santa es un reencuentro anual con nuestro pueblo, con nuestro barrio, con el pasado personal y social, una atalaya que te lleva a tu familia, a tu infancia y a las vivencias que han conformado nuestra personalidad. Esta celebración es una encrucijada de sensaciones, emociones y sentimientos, un volcán de incienso, música y colores que pergeñan el rostro de una Virgen o de un Nazareno sin más fe que la que cada uno posee en lo íntimamente suyo. Y no se debe permitir que una diversa manifestación de siglos sea destruida por la riada de conservadurismo que nos invade.
Es cierto que durante largas décadas el mundo cofrade ha sido hegemónico de la afinidad a la dictadura, pero siempre ha habidos penitentes, cofrades y costaleros de todas las tendencias. De hecho, en 1978, Albertí dedicó unos poemas a la sevillana Virgen del Baratillo para reivindicar el sentido popular de la Semana de Pasión, en la que algunos nazarenos al verlo contemplando los desfiles le decían “¡Salud, camarada!. Y es que la Semana Santa no es de nadie en particular, sino de todos.
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