El otro día mi mujer y mi hija fueron testigos de una desagradable situación, al parecer más habitual de lo que imaginamos. En una cancha de fútbol jugaban niños de unos siete años, arbitrados por otro niño de unos doce o trece años. En un momento del juego se produjo una tangana, pero no de los críos sino de los padres y los entrenadores, que se enzarzaron en insultos entre ellos y también profirieron palabras no muy halagüeñas al infante árbitro. Todo muy edificante. Mi mujer fue a la oficina de las instalaciones a quejarse del bochornoso espectáculo y le dijeron, calmos y resignados, que estaban acostumbrados.
En estos tiempos de éxitos y laureles de nuestro estelar y ejemplar tenista Rafael Nadal hay quien todavía no ha entendido nada, quien cree que los niños deben ser sometidos a la presión de una competición de alto rendimiento y que todos deberíamos tener dentro un Carlos Bilardo, aquel entrenador argentino que en su etapa en el Sevilla dejó patente su visión volcánica y torticera del deporte con aquella perla de “¡Pisalo, pisalo!” (con acento en la a), dirigida a un jugador suyo, en liza con otro rival.
Yo no sé si es el fútbol o son los padres o los entrenadores, si es el huevo o la gallina. Pero me pregunto si esas personas están cualificadas para educar en valores, empezando por dichos entrenadores, que pueden saber mucho de fútbol y, sin embargo, nada de deporte. Y cuidado que siempre habrá quien justifique estas actitudes al estilo del caso Will Smith diciendo que “con mi crío no se mete nadie” y que en esos momentos a unos se le puede ir la cabeza, porque “por mi hijo mato”.
No seré yo quien defienda un deporte sin garra y competitividad, ni quien diga que lo importante solamente es participar. Porque uno siempre debe intentar ganar. Pero no a cualquier precio. A esos padres y entrenadores tan excesivos debería avergonzarles su comportamiento. Y si leen este artículo les animo a que reflexionen sobre las enseñanzas que le están dando a los pequeños, sobre la violencia verbal como método para alcanzar objetivos, entre ellos, tal vez, producir (sí, producir) un Messi en la familia y, en consecuencia, forrarse, que es la aspiración de mucha gente en este planeta cada vez más absurdo.
Me gusta mucho el fútbol, pero se convirtió hace tiempo en un negocio donde es casi imposible que un futbolista diga al árbitro, como hizo el otro día en Miami nuestro otro as del tenis, Carlos Alcaraz, que un punto que había ganado él debía repetirse. Ahora lo llaman fair play, pero toda la vida de Dios ha sido deportividad. En el fútbol el jugador sería acusado de blando o traidor por la afición, acaso porque el campo de juego es el último territorio de las guerras y todavía vivaquean algunos individuos que meten el dedo en el ojo del rival (Mouriño) o animan a pisar a los contrarios como el marrullero Bilardo. Pero incluso en las guerras hay reglas y códigos sagrados que deben ser respetados. De lo contrario, se cobran un duro castigo. En el fútbol, sin embargo, miran para otro lado y encogen los hombros, y nadie corrige el dislate.
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