Llegué al aeropuerto de Quito con mi mochila y una ilusión tremenda por conocer Ecuador. Tenía unos veinticinco años y por fin había llegado a Hispanoamérica, la tierra que soñé desde pequeño, cuando veía en la tele ‘La ruta quetzal’ de Miguel de la Quadra Salcedo y me moría de ganas de apuntarme, pero nunca tuve los redaños de hacerlo. Esta vez me busqué la vida, buceé en Internet y encontré una ONG que me llevaría a pasar un mes en el país más espectacular que he conocido. Y vivir una experiencia a partir de la cual pude ver la vida de una manera diferente. Todavía recuerdo a la familia Ramírez, en cuya casa en el bosque, junto al río, cenamos unos ricos platos bajo el fulgor de los minacuros después de probar en la chacra cacahuetes, pitajayas y maracuyás. Era el paraíso.
Siempre he distinguido entre viajero y turista. Soy de los primeros, pero últimamente, por razones familiares, estoy abonado al confort de los hoteles. Sin embargo, en aquellos años me apunté a la incertidumbre de no saber dónde estaría al día siguiente, qué paisajes vería, a quién conocería y qué aventuras me esperarían en bosques, manglares, volcanes y pueblos perdidos en las montañas.
Al año siguiente salté el charco para atravesar Perú con mi mochila, de nuevo yo solo. Me esperaban el Macchu Picchu tras días de acampadas, y también Cuzco, Tarma, Huancayo, Lima, el desierto de Ica, etc. Luego vinieron Cuba -adonde llegué un domingo por la noche sin tener alojamiento seguro-, el Mar Rojo en Egipto para bucear en los más impresionantes corales del mundo o una ruta en coche por la costa entre San Francisco y San Diego, en Estados Unidos.
En todos los viajes conocí personas enriquecedoras y aprendí que mi realidad en España es un regalo, pues la mayoría de la población mundial carece del bienestar y las comodidades de las que disfrutamos nosotros. Salí de mi entorno y choqué de bruces con la vida para, a mi vuelta, valorar mucho más lo que tenía y al mismo tiempo calibrar la importancia de las cosas no materiales, que son las que convierten nuestro paso por la Tierra en algo excepcional.
En Australia es habitual que los jóvenes viajen por el planeta durante un año sabático antes de empezar la carrera en la universidad. En España podríamos tomar nota. Abandonaríamos ese ombliguismo que desnaturaliza la convivencia. Ya saben: lo mío es lo mejor, el absurdo nacionalismo y provincianismo acentuado por políticos mediocres.
Viajar de aquella manera como yo lo hacía no significa solamente conocer algo distinto, sino una expansión profunda de la mente. Es vivir una aventura apasionante, de la que volverás siendo una persona diferente. Ese es el riesgo. Por eso, hay tantas personas que, pudiendo, no quieren salir de su burbuja, de su hábitat, del confort que le concede su pertenencia a un grupo o a una clase social. Y no saben lo que se pierden.
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