Si no lo hacemos mal, si no cometemos errores, si nos ven previsibles, los niños que todavía no han hecho la comunión tendrán que esperar a alcanzar la mayoría de edad para que el PSOE tenga posibilidades de regresar al gobierno andaluz.
La frase me la dijo Juanma Moreno cuando apenas había pasado unas semanas de su elección como presidente en la sobremesa de una comida que mantuvimos en el Club de Mar en aquel 2018.
Ese mediodía me di cuenta que con el desembarco del PP a San Telmo no iba a llegar la revolución. El machadiano trueno vestido de nazareno que los más hiperventilados de la derecha deseaban no era compatible con la personalidad del aquel inesperado presidente al que muchos de su partido, comenzando por Pablo Casado y su escudero García Egea, creían incapaz de alcanzar la presidencia.
Algunos de los que entonces le vitoreaban ya andaban buscándole sustituto antes de que la aritmética electoral provocada por los errores y el cansancio de casi cuarenta años de gobierno socialista y el abandono del sanchismo desalojara a Susana Díaz del antiguo Palacio de los duques de Montpensier.
Aquella premonición de entonces se consolidó el pasado domingo. La espectacular victoria de Juanma Moreno y el estrépito de la derrota del PSOE amplían el desierto que habrán de atravesar los socialistas antes de volver a tener posibilidades reales de regresar al poder.
El PP ha ganado de forma tan abrumadora porque nunca cayó ni en la tentación infantil del revanchismo, ni en el adanismo de creer que la historia de Andalucía comenzaba con ellos, ni en el fundamentalismo ideológico del fanatismo sectario.
Detrás de más de tres décadas de gobierno socialista no estaban ni el abismo ni la tierra prometida. Solo estaba una comunidad a la que había que gobernar gestionando siempre la realidad y conviviendo a veces con la contradicción. La política sensata es un tren que transita sobre esos dos railes. Todo lo demás es demagogia, propaganda y humo aventado por los airados de guardia, tan dotados para la proclama como incapaces para la gestión.
El reelegido presidente ha demostrado su escasa atracción por la radicalidad. Quienes pretendieron que hiciera seguidismo del frentismo estratégicamente premeditado de Ayuso han comprobado que la mejor forma de atraer al electorado andaluz no era el tremendismo populista, sino la gestión razonada y razonante que no entusiasma a los más incondicionales, pero tampoco espanta a los que se sienten incómodos en la visceralidad de las trincheras.
En la barricada de enfrente, los socialistas, los partidos situados al fondo a la izquierda y VOX han demostrado una impericia conmovedora.
El PSOE eligió tarde a un candidato que nunca lo fue. Después de ganar las primarias y, cuando lo que imponía la lógica política era comenzar la conquista de cada una de las agrupaciones socialistas para convencer a quienes le habían llevado a la secretaría general de que habían acertado en su elección (los militantes no conocían a Espadas, optaron por él porque así lo había decidido Pedro Sánchez y sus cónsules andaluces), en vez de echarse a recorrer los caminos como una santa Teresa laica refundando el nuevo PSOE que reconquistara la Junta, Espadas permaneció siete meses, siete largos meses con sus días y sus noches, en la placidez de la interinidad de la alcaldía sevillana.
Mientras que el presidente y todos sus consejeros iban y venían de una provincia a otra, a veces para anunciar medidas, a veces para construir imagen, el candidato socialista veía pasar las horas acompañado por su núcleo de colaboradores más cercanos. El PSOE es una marca y una máquina impresionante, pero una máquina no se mueve por si sola, tiene que haber alguien al frente que la ponga en marcha y trace el camino por el que debe transitar.
La inactividad o la actividad equivocada no solo es improductiva, sino que, además, y quizá lo que es peor, solo provoca desaliento. Basar casi toda la campaña en el destrozo que provocaría la entrada de VOX en el gobierno fue un error descomunal porque no les aportó ningún voto y propició el trasvase de los indecisos al PP. Quienes no querían a la extrema derecha en el gobierno asumieron que la mejor opción para que esta no lograra sus objetivos no era votar a un candidato que ya asumía su derrota, sino a un presidente que basaba su estrategia en cosechar los votos suficientes para que VOX no contara con esa posibilidad.
La campaña socialista fue torpe. Pero la torpeza alcanzó su máxima expresión cuando Abascal decidió que Macarena Olona fuese la candidata de su partido. El pueblo andaluz es un pueblo sabio al que históricamente siempre se le sedujo desde la sutileza de la inteligencia, nunca desde la extravagancia del desvarío.
Enviar a una paracaidista revestida de faralaes y reconvertida en una pésima actriz de reparto -“¿está usted dispuesto a ser mi vicepresidente?” le preguntó sin pestañear a Moreno en aquel debate memorable- solo podía acabar en fracaso. El ridículo tiene sus incondicionales, pero el espanto que provoca aleja a los cercanos que mantienen un nivel de sensatez. Vox inició su ascensión en Andalucía y ha sido aquí donde ha comenzado su declive. Ciudadanos recorrió el mismo camino en Cataluña y Podemos en Madrid. La política no es un juego fácil para las prisas de los malos aprendices.
Quienes no aprenden- ni aprenderán- son los partidos situados a la izquierda del PSOE. Están tan seguros de su pertenencia a la “línea correcta” que se sienten cómodos en ir de victoria en victoria hasta la derrota final. Presentarse desunidos les ha “costado” siete diputados en el parlamento andaluz, pero eso no es importante. Para los guardianes de las esencias del templo lo que importa es quien guarda las Sagradas Escrituras hasta que llegue el momento de tomar el cielo por asalto, no qué hacer mientras tanto para que quienes les siguen vivan mejor. Y así les ha ido. Y, lo que es peor para esa izquierda, les seguirá yendo.
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