Dos días. Ese fue el tiempo que los españoles permanecimos con el corazón encogido y el alma sobresaltada en aquel mes de julio de 1997 cuando lo de Miguel Ángel Blanco. Las alimañas de la Eta quisieron chantajear al Estado, pero no lo consiguieron y cumplieron la amenaza de matar a un inocente chico de veintinueve años con dos tiros en la nuca. Entonces emergió el espíritu de Ermua, mientras en Madrid la muchedumbre gritaba emocionada en las calles: “¡vascos, sí, Eta, no!”. Han transcurrido veinticinco años y la piel erizada y las manos blancas de los españoles se han perdido como lágrimas en la lluvia en la frágil memoria de un país extraño.
Porque extraño -e incomprensible- es que esta vieja nación que desafió a grandes enemigos y afrontó no pocas tragedias acabe en sólo veinticinco años olvidando un hecho terrible y dramático que, sin embargo, ninguno de los ciudadanos que lo vivimos entonces jamás borraremos de nuestras mentes. Los jóvenes españoles, por el contrario, ni siquiera saben qué sucedió en aquel pueblo de Vizcaya. Es un fracaso del Estado y de cada uno de nosotros haber abdicado de la tarea de explicar a las siguientes generaciones que durante décadas hubo una banda terrorista en España que mató a novecientas personas y cuyos simpatizantes hoy ocupan instituciones y hasta pactan con el Gobierno de Pedro Sánchez.
Han dejado de matar, como queríamos, afirman algunos, pero la realidad es que los legatarios de la Eta, que pueblan las filas de Bildu, tienen entre sus filas a etarras y a personas afectas a aquellos asesinos. Son seres de tanta vileza como Arnaldo Otegi o la portavoz en el Congreso de los Diputados, Mertxe Aizpurúa, quien tras la liberación de Ortega Lara unos días antes del asesinato de Miguel Ángel Blanco, titulaba en su infecto periódico: “Vuelve a la cárcel”.
Serán legales, pero están deslegitimados por su podredumbre moral, que la democracia española ha permitido por extrañas razones (todo es muy raro en esta nación). Y es sólo el principio. En unos años, apúntenlo, existirá un lehendakari vasco llamado Arnaldo Otegi, porque la gente habrá olvidado lo que estos indeseables llamaban “el conflicto vasco”. Como en la inquietante serie de televisión ‘El cuento de la criada’ gobernarán los malos, aquellos que durante las 48 horas más angustiosas de las últimas décadas en España estaban del lado de los verdugos. Hasta la tumba de Miguel Ángel Blanco se la tuvieron que llevar sus padres a Galicia porque esa gentuza la profanaba. Imaginen a los nazis con un partido político en Alemania después de la II Guerra Mundial y a otros defendiéndolos porque “han dejado de matar”. No sólo los etarras y sus legatarios no han condenado expresamente la violencia (la lamentan, como si los muertos hubieran sido víctimas de accidentes de tráfico), sino que además celebran homenajes callejeros a los criminales que salen de las cárceles y no han ayudado a esclarecer los trescientos asesinatos aún sin resolver. Encima, ahora van a escribir ellos el relato. Nauseabundo.
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