Tengo alergia a los gatos, pero también a esa gente que alimenta a los gatos callejeros, a los que deben considerar animales sagrados, como las vacas en La India. De manera que cada vez hay más felinos en las calles de Almería, pues se reproducen a una velocidad endiablada y están bien orondos. Así, van proliferando las terrazas en las que tienes que sortear con los pies a los mininos que merodean por la zona, prestos a recibir las sobras de esos comensales que no dudan en echarles unas migas de pan o lo que tengan a mano, pues consideran que no hacerlo sería una desconsideración.
Y no hay cosa peor en este mundo que ser señalado como poco amigo de los animales… En fin, sufrimos una verdadera plaga en la ciudad y no veo que nadie proteste. Yo, sí.
Hace mucho tiempo que el respeto por los animales se ha transformado en sensiblería cursi en la sociedad. No sólo ocurre con los gatos sino también con los perros. Con ciertos dueños más exactamente, porque qué culpa tendrán las mascotas. Esos amos deben pensar que estas criaturas son iguales que los humanos, que tienen derechos (?) y por eso les hablan todo el rato con arrobo, como si fueran sus bebés (en algunos casos lo son).
Pero que cada cual haga en su casa y con sus bichos lo que quiera. Como si guardan una boa constrictor en el salón o un caballo en el dormitorio de los niños. Alguien me dijo que vio una vez una escena así en el barrio de El Puche: concretamente en una segunda planta asomaba la cabeza de un equino buscando el fresco de la ciudad.
Es realmente molesto tener que esquivar malolientes calles infestadas de gatos o sentarte a la mesa de las terrazas de esos restaurantes ‘Cats friendly’. En algunos de ellos, estos animales también entran en el establecimiento como Pedro por su casa, se suben a las sillas del comedor y hasta penetran en las cocinas. Me quedo muy tranquilo cuando llega el camarero con el plato de ensaladilla rusa y detrás va caminando muy ufano un lindo gatito relamiéndose los bigotes, con los pelos de una gamba cayéndole de los belfos.
Con estos felinos existe una suerte de bula, de sobrevenida protección, al estilo, como decía, de La India. Pero se nos está yendo de las manos por cuestiones de higiene. Cuando la plaga sea ya insostenible, que lo será a este ritmo, sucederá como con las palomas y entonces los animalistas más iracundos se llevarán las manos a la cabeza ante la necesidad de eliminarlos o castrarlos, porque los gatitos, a sus ojos, serán patrimonio de la ciudad o algo así.
Me temo lo peor. Por cierto, hay todavía más plagas, como las cotorras argentinas, que nadie alimenta, pero son un latazo, y los jabalíes, que ya colonizan las urbanizaciones e incluso llegan a la orilla del mar. No sé qué será lo siguiente. El animalismo está llegando demasiado lejos, pero se ha impuesto una extraña espiral del silencio en la sociedad que excluye la crítica ante semejantes barbaridades.
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