La primera vez que fui a los toros, con uso de razón, fue a los quince años. Se lidiaba una novillada a manos de Manuel Caballero, Marcos Sánchez Mejías y Ruiz Manuel. Mis padres se habían abonado a la feria después de mucho tiempo en secano y cada día íbamos con ellos dos de los cuatro hijos, según tocara. Durante aquella época, antes del ciclo taurino, sorteábamos las entradas. El hecho de no poder ir la semana entera sino dos o tres días aumentaba mi deseo de ver toros. Varias décadas después el psiquiatra Luis Gutiérrez Rojas, al que entrevisté para La Voz de Almería, me dijo algo que bien podía sustanciarse en mis inicios en la fiesta: “A los niños hay que acostumbrarlos al déficit de cosas”.
El toreo me fascinó tanto que enseguida devoré coleccionables, programas de televisión y radio y revistas taurinas. Incluso asistía cada verano a los cursos de tauromaquia de la Universidad de la Complutense en Aguadulce, por donde pasaron figuras como Manolo Vázquez, Antoñete o Diego Puerta. La fiesta contenía ingredientes muy atractivos: colores y olores embriagadores, una atmósfera única en el mundo (les recomiendo ir a la Maestranza de Sevilla una tarde de primavera) y la certeza de que en un palmo de terreno un matador se podía echar la muleta a la mano izquierda y dibujar unos pases al natural que pondrían la plaza boca abajo. Entonces, los diestros que así toreaban –a mí me lo parecía- eran Joselito, César Rincón, Julio Aparicio, Ortega Cano… Y a finales de los años noventa el gran José Tomás. En el trienio 97-98-99 el madrileño revolucionó los toros con la mejor versión de su carrera. Lo que hizo posteriormente fue agigantar el mito, pero el toreo más puro lo esculpió en esos momentos, sin ninguna duda.
Les cuento todo esto ahora que ha empezado la feria, porque, pese a los tiempos tan convulsos y rabiosos que vivimos, el toreo mantiene intacto ese misterio que a mí me cautivó a los quince años sin saber por qué. No advertí la sangre ni la violencia, que algunas personas pueden ver, sino un arte tan sublime –apoyado en un valor descomunal y en una técnica precisa- que no resulta extraño que hechizara a Goya, a Picasso o a Lorca, paradigmas del arte en España. Y lo digo porque sé que hay niños y niñas -y también personas mayores, claro- que si fuesen un día a los toros sin prejuicios y con libertad descubrirían el misterio, y la pasión incendiaría sus corazones tal y como me sucedió a mí. Les aseguro que no me hizo ningún mal sino todo lo contrario: me ayudó a comprender mejor la vida, a sortear las dificultades y a librar las batallas más duras con determinación y coraje.
Aprendí el valor del estoicismo más puro. Sólo por eso mereció la pena atravesar la puerta de la plaza aquella tarde de agosto del año 91, cuando actuaban tres novilleros con hambre de gloria. El misterio de los toros no se puede perder nunca. No tengo ninguna duda de que la moda antitaurina pasará porque la gente querrá conocer el misterio del que les estoy hablando, ese que aflora cuando un torero se pasa un toro de quinientos kilos por la barriga y la plaza cruje con olés atronadores. No hay nada igual en la vida, créanme.
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