Cuando Estanislao Vilches regresó a su pequeña aldea velezana reinició su vida, tal como la dejó, cinco años atrás, cuando puso tierra y mar de por medio entre su hija Esmeralda y Aniceto, su esposo, quien hizo de la vida conyugal con la joven huertana un sufrido y silente calvario de temores, vejaciones y humillaciones, impuestos bajo el yugo del maltrato continuo a la mujer.
A finales de la segunda mitad del pasado siglo, la leve insinuación de descortesía por parte del marido -“su hombre”- era impensable y, en todo caso, una irrefutable muestra de maltrecha salud mental por parte de la víctima, por lo que todo conflicto marital quedaba oculto tras los visillos del sufrimiento en silencio. Consciente de la gravedad de la situación, conocedor de sí mismo y del carácter de su hijo Andrés, hermano de Esmeralda, el padre de familia optó por evitar lo que podría haber sido una auténtica tragedia, de haber actuado contra el maltratador yerno.
Una mañana estival, Estanislao y su hija respiraron profundamente, pese a la incertidumbre de aquel largo viaje, cuando el vapor Infanta Isabel de Borbón, de la Compañía Trasatlántica de Barcelona, elevó anclas con destino a Buenos Aíres. A bordo del barco, la joven esposa y su padre sabían salvada su integridad física y su dignidad humana, al tiempo que habían evitado acabar con la vida del maltratador. La imprevista desaparición de Esmeralda no pasó desapercibida para sus vecinos y menos para el principal causante, quien, pasado el tiempo, dejó de buscarla.
La llegada a Buenos Aíres no estuvo exenta de penalidades y dificultades, si bien, como la inmensa mayoría de numerosos hijos de la diáspora latinoamericana, encontraron cierta ayuda por parte de algunos paisanos. Como otros muchos compatriotas, Esmeralda y su padre no tuvieron otra oportunidad laboral que la venta callejera de periódicos, en concreto de “La Prensa”.
La esposa huida rehízo su vida en la ciudad bonaerense, donde regentó un quiosco de diarios. Esmeralda no regresó nunca más a su aldea de Los Vélez, ni tan siquiera a los sepelios de sus progenitores, quienes le legaron la casa familiar, cerrada desde entonces. Una morada tatuada con interminables capítulos de desavenencias y desencuentros, en donde la vida se hizo irrespirable y donde se mascaba el polvo de la tragedia de los feminicidios ocultos de aquellos años.
Semanas atrás, el poniente entreabrió a mis pasos el postigo del ventanuco de la alcoba de Estanislao Vilches. Una irresistible curiosidad besó mis ojos con el empolvado cristal, tras el que descubrí la vetusta cama marital, en la que, según relató Amaro -uno de los diez vecinos que aún habitan en el lugar- nacieron los tres vástagos de la familia, el mismo Estanislao, su padre, su abuelo y alguna generación más. Abrigada por las pétreas paredes, allí, incólume, se mantiene el tálamo cuán baúl de nacimientos y de secretos confiados.
Si la cama familiar de Estanislao vive ignorada en su pueblo por las razones expuestas, no es la única. Otro de los lechos dignos de conocer debió ser el que acogió el alumbramiento de distintas generaciones y de la prole de la abuela de Carlos Fernández, esmerado viticultor almeriense de la bodega Lauricius de Abrucena, quien cuenta que en el momento de parir, su abuela Paca requirió una copa de uno de los mejores vinos de entonces para ayudar al parto, última petición reiterada antes de despedirse de este mundo, que desgraciadamente no pudo ser satisfecha.
Otros muchos lechos de la despoblada tierra patria se muestran desnudos, entre techumbres desvencijadas y desplomadas, de casas huérfanas de vida, cuyas estructuras se sostienen, en algunos casos a duras penas. Un simple paseo por cualquiera de los núcleos rurales de tierra adentro, donde las sucesivas emigraciones y abandonos describen un paisaje de despoblación, un fotograma de soledad y silencios humanos, nos enseña la reiterada estampa de añejas yacijas, cubiertas con ropaje de la misma quinta o semidesnudas de complementos, donde han anidado nómadas colonias de aves invasoras que milagrosamente perviven al paso del tiempo.
La llamada España despoblada carece de todo, menos de camas abandonadas, esos lechos generosos que en otros tiempos nacieron a la vida y a la muerte a diferentes generaciones de familias, y que, en distintos escenarios, hoy conforman el último vestigio de una existencia aniquilada, el testimonio mudo de un pasado vital cargado de incógnitas y misterios, saturado de incertidumbres, salvo cuando los lechos muestran estas frecuentes estampas de la despoblación.
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