Este año septiembre ha madrugado muy pronto con sus urgencias y sus prisas, con los niños prematuramente en los colegios (cuando yo era pequeño entrabamos más tarde) y los padres rogando en arameo para que los críos hagan la fila antes, pues las vacaciones están muy bien, pero dos meses largos vienen a ser un quebranto y una yincana. Algunos estuvieron a pique del soponcio y han vuelto al trabajo para descansar. Los ves con mejor cara. Se ríen y todo.
El colegio es para muchos progenitores una bendición, aunque los profesores hoy te llamen papá y mamá. Incluso hay pediatras que te dicen papi y mami a las primeras de cambio. Es muy tierno. Por cierto, tal costumbre, que no la vi yo en generaciones anteriores (antes muertos que sencillos) se ha instalado también entre algunos matrimonios con hijos. Han dejado de llamarse entre ellos por su nombre para ser papá y mamá. Se lo dicen a la cara.
Septiembre, en fin, es un mes que a mí me gusta especialmente, porque la actividad empieza a ser frenética y eso a cualquiera con un mínimo de ganas de vivir le debería encantar. Hay, sin embargo, otros que prefieren seguir disfrutando de una luna de miel de bienestar y desean trabajo, pero no trabajar: el infinitivo y sus conjugaciones lo llevan mal.
Hablando de trabajar. En nuestro país sucede algo muy curioso y extravagante, porque dudo que ocurra en otras naciones: se interrumpe el mundo en varias épocas del año. En los primeros días de diciembre es muy habitual escuchar que tal gestión debes aplazarla para después de Reyes. Es decir, un mes más tarde, no vayas a molestar en las comidas de Navidad, por Dios. Pero mucho peor es el verano. A principios de julio te encuentras un vacío en lontananza y el “vuelva usted mañana” que decía Larra es una broma en comparación con “ya lo hablaremos en septiembre”. Pues ya estamos aquí, hablándolo. Y los niños en el colegio, naturalmente.
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