Ahora que todos hemos dejado de ser expertos vulcanólogos y profundos conocedores del protocolo funeral británico, permítanme que me incorpore a la selecta nómina de catedráticos de política italiana para apuntar algún dato sobre los resultados electorales ese país y su extrapolación en España. Como todos saben, allí ha ganado Giorgia Meloni, esa señora que parece una mezcla entre Belén Esteban y Rafaella Carrá y que lo dice todo gritando. Sin embargo, a pesar de sus excesos formales y de algunos pronunciamientos muy cuestionables ha ganado claramente unas elecciones, lo que deberías situarla muy por encima del soponcio y la hiperventilación mediática de toda esa izquierda histérica que se arroga en exclusiva la titularidad de las llaves del reino de la democracia. Democracia es, sobre todo, saber perder. Y quien pierde mal no puede ir luego pretendiendo repartir certificados de demócrata.
El mejor antiinflamatorio del populismo es el gobierno. Cuando un populista, de derechas o de izquierdas, se baja de la tarima y se ve en la obligación de tener que adoptar la última decisión, las soflamas se olvidan, el griterío se modula y las contradicciones se cabalgan. Todo un recorrido emocional que en la pintoresca España de Sánchez va del piso de Vallecas de Pablo Iglesias al protegido casoplón que se compró cuando llegó al poder. Nada como una piscina propia para darte un baño de realismo.
Pero sobre todo, la victoria de Meloni es una respuesta de la sociedad italiana, como ha pasado en Suecia y pasará también en España, al agobiante discurso de esa izquierda woke que pretende dominar todos los ámbitos de nuestra vida. La izquierda ha abandonado la socialdemocracia para abrazarse al extremismo pisquiátrico de peligrosas minorías. Grupos que, por ejemplo en España, no tienen más punto de conexión que el odio a nuestro país y la obsesión con su destrucción política y económica. Minorías que, además, aspiran a deconstruir la realidad cancelando las ideas que consideran inconvenientes y segregando a las personas no dispuestas a plegarse a sus postulados, a los que rápidamente cuelgan las etiquetas de fascista, machista, racista u homófobo, cosa que en algunos casos produce un miedo insuperable. Por el momento.
Pero la sociedad europea se está hartando de tanta chorrada. La gente está cansada de la autocensura, de las palabras prohibidas, de aseveraciones ideológicas disfrazadas de dogma científico, de la desigualdad real de hombres y mujeres ante leyes políticas, de la eliminación del mérito y la competencia, de la prohibición de argumentos presuntamente ofensivos, de que alguien se permita declarar tóxica tu masculinidad, de que te digan cómo tienes que hablar, de que te marquen qué debes o no debes comer, comprar o pensar. En definitiva, se ha hartado de la agobiante persecución de una izquierda enloquecida que, en España, ha acabado por atacar al Fary. Menuda es esa izquierda. Y muchos han coincidido al pensar que la respuesta a esta metástasis social es votar a los que se oponen todo esto pegando berridos. Probablemente no sea la elección más inteligente, ni tan siquiera la más efectiva, pero por mucho que a toda esta izquierda woke y a sus minaretes mediáticos le moleste, es un hecho irreprochablemente democrático. Y ante la democracia sólo hay dos posturas: aceptarla o no aceptarla. Así que mucho ánimo a todos los abducidos: de la izquierda woke también se sale.
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