Hace unos días, cuando el ocaso desnuda los espacios urbanos, encontré en una de esas calles impersonales que nunca dicen nada, a Manuela, una mujer cuasi anciana que seguía los pasos de Paco, su acompañante canino que apenas levanta un palmo del suelo. La transeúnte no tardó en contar fascículos de su arrastrada vida, a caballo entre la supervivencia en los comedores sociales y el cuchitril que le cobija, de apenas cuatro metros cuadrados, donde el agua, la luz y el baño conforman un sueño imposible que ha de hacer realidad en la casa de acogida más próxima que regentan las hermanas de San Vicente de Paúl.
Cuando con sumo tacto y extrema sensibilidad le pregunté por su extinta vida laboral, la respuesta fue tan breve como contundente: pobre. Pobre se autocalificaba también, hace algún tiempo, el joven migrante que dio muestra de su honestidad y honradez cuando devolvió la cartera, con varios cientos de euros, que había encontrado en la calle. Y es que los pobres habitan entre nosotros, aunque no los conozcamos.
El espontáneo encuentro me llevó al rescate de uno de los recortes de periódico que habita en las abigarradas estancias de celulosa de mi archivo personal. En 1890 el rotativo madrileño “El Globo” se hacía eco del comunicado remitido por el facultativo Ricardo Gutiérrez Roig, doctor en cirugía, médico de la Casa Real del Infante Antonio de Orleans, hermano de la Reina María de las Mercedes, nacido en Berja, pero criado en Oria. Según la reseña periodística, el sanitario atendía a un número considerable de enfermos en el barrio madrileño de la Plaza de Toros; “estos enfermos son pobres, carecen absolutamente de recursos, y el señor Gutiérrez creyó de su deber participar a la junta municipal de Buenavista, cuyo presidente es el señor don Manuel Silvela, lo que ocurre, a fin de que se facilitase a aquellos infelices algún socorro. La comunicación tiene fecha del día 17, y ayer no había contestación alguna de la Junta”.
El texto periodístico no tendría mayor trascendencia, sino la de dejar constancia de la paupérrima situación de numerosos madrileños de finales del siglo XIX. Una estampa que se ha repetido de forma reiterada, y que entre la pandemia y los efectos derivados de la belicosidad imperante se ha instalado casi de forma permanente entre nosotros. Así lo ha reflejado, durante los últimos años, el estudio “La pobreza en España, pueblo a pueblo”, realizado por la consultora AIS Group. Sus datos son suficientemente elocuentes de la pobreza que nos rodea.
Al igual que en otras ocasiones, en Almería la pobreza tiene pasaporte extranjero, rostro de mujer y no conoce edades. Según el estudio, la incidencia de la pobreza en territorio almeriense es preocupante, sobre todo en la capital y en los dos grandes municipios de la provincia. En Roquetas de Mar se registra un índice de pobreza que supera con creces el treinta por ciento, mientras que en El Ejido alcanza casi el veintisiete por ciento. El fenómeno de la pobreza no es nada novedoso. Es frase hecha la de que siempre ha habido pobres y ricos.
Sin embargo, desde la crisis económica de 2008 la pobreza quedó enquistada y las historias de pobres de los años del hambre, de la España de alpargata o las frecuentes imágenes de indigentes que tanto duelen en las puertas de las iglesias, en los cajeros bancarios, en las calles de las ciudades o en los núcleos urbanos, han regresado a nuestra ciega mirada que no ve más allá de la opulenta apariencia del vecino o de la insaciable ambición del nuevo rico que prolifera por doquier.
En este tiempo preelectoral, los detentadores del poder y los aspirantes al mismo venden, a diestro y siniestro, deslumbrantes proyectos, soluciones para todas las demandas y necesidades que duermen, tiempo inmemorial, en la cartera reivindicativa de nuestra sociedad. A pesar de la quincallería electoral que en estos meses de antesala electoral tratan de embaucarnos, y pese a las grandilocuentes e inalcanzables promesas que nos llegan vía multicanal, muy pocos, unos menos que otros, reparan en la indigencia y en la miseria que convive a nuestro alrededor. Tal vez no asistamos al tremebundo periodo de los años del hambre.
De aquella época me llaman la atención algunos certificados de defunción, como los de Juana “la Refugiada”, de abril de 1938, o el de María Martínez, de octubre de 1945, de profesión “mendiga” y “pobre”, respectivamente. Ahora que asistimos al engranaje de la maquinaria política, con la perspectiva de las consultas de la próxima primavera para dilucidar los aspirantes a regir la vida pública, no estaría nada mal encontrar algún/a candidato/a en cuya biografía figure la profesión o el oficio de Manuela: pobre. Por lo menos tendríamos la certeza de que las formaciones políticas piensan en ellos y que por tanto los pobres también cuentan para ser candidatos y aspirar al estatus del político.
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