A medida que pasa el tiempo crece en mí la certeza de estar viviendo en una libertad disminuida y aminorada por los psicodramas y las imposiciones ideológicas de una izquierda cada vez más mojigata y ridícula. Bien está que para sintetizar en los titulares y en los escasos artículos que denuncian este regreso a la turbiedad de las dictaduras se hable de “izquierda woke” o conceptos similares, pero a lo mejor no merece la pena intentar destilar términos cuando estamos hablando, sencillamente, de los dislates de una panda de maniáticos. Con mucho poder, con gran influencia y capacidad de persuasión, sí, pero trastornados y obsesos al fin y al cabo.
Y quizás la consecuencia más alarmante de esta sorprendente atribución de fuerza moral a esta panda de talibanes del progresismo es el terror al señalamiento y la autocensura que muchos se imponen, que es sin duda la forma más cruel de cercenar la libertad de las personas. El discurso progresista, que fue siempre mucho más jovial y atractivo que la rigidez de la ortodoxia conservadora, ha acabado cargándose de severidad, de ataduras y de pesadumbre. Crecen los profesionales del agravio y se ha establecido una competición por ver quién tiene la piel más fina y se ofende antes por más cosas. Se ha cancelado el humor y las redes sociales son, al mismo tiempo, tribunal, estrado, celda y patíbulo. Todo a la vez y bajo la atenta supervisión de un puñado de imbéciles a los que se les otorga el mismo crédito y capacidad de juicio que a la lista completa de premiados con el Nobel.
Los que vamos teniendo una edad comprobamos, con pena, que la esperada frescura que trajo la democracia abriendo puertas y ventanas al franquismo se ha acabado enrareciendo de tal modo que añoramos la libertad sin ira de cuando se podía hablar sin sopesar y se hacían bromas sin límites y cortapisas. Los que vivimos aquello no salimos de nuestro asombro al ver a la Fiscalía General del Estado entrar a investigar qué se canta o se deja de cantar en un colegio mayor o ver a los capitanes de la selección que consiguió ganar un Mundial para España convertidos en apestados sociales por gastarse una broma en el tuiter. No es una cuestión menor comprobar que cada vez hay más cosas prohibidas y, lo que es peor, más terrenos por los que nos obligamos a no transitar, no ya de palabra, sino tan siquiera de pensamiento. Esta extensión de los vetos en todos los órdenes de la vida encapsula nuestra realidad ajustándola a los confines mentales que nos impone una minoría ruidosa y enloquecida que ha colonizado, como una especie invasora, las líneas editoriales de muchos medios de comunicación y las principales tribunas de opinión y debate para hacerse, como se decía antes, carne entre nosotros. Por eso creo que antes de que se instaure formalmente una ofendicracia plena es urgente plantar cara a la legión de quisquillosos permanentes, a los apóstoles de la aflicción, a las plañideras de género y en definitiva, a todos estos pelmas que nos quieren amargar la vida. A ellas y ellos, ni puñetero caso. Ni casa, ni cuartel.
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