Desde hace unos cuantos años vivimos con demasiadas urgencias y eso no es bueno porque produce estrés y por tanto cortisol y por tanto sufrimiento. Y tampoco sé muy bien hacia dónde queremos ir. Es una pregunta recurrente en mi vida. ¿A qué tantas prisas? No entiendo la forma en la que nos manejamos en esta parte del planeta y desde que tengo una hija me confirmo en estos pensamientos.
Por la mañana, cuando llevo a mi niña al colegio, nos levantamos temprano y vamos con tiempo, aunque algunas veces se pone soviética y llegan los nervios. Los míos, claro. Lo normal es ir tranquilos. Cantamos, reímos e incluso bailamos por la calle y puede que alguno se extrañe ante la exótica escena, pues mucha gente deambula seria y cansada hacia su puesto de trabajo. Parafraseando al escribiente Bartleby, de Herman Melville, parecen decir hacia sus adentros: “preferiría no ir al currelo”. Sin embargo, a mí me apasiona mi trabajo y quiero trasmitir a mi hija una actitud vital alegre y que no sienta las prisas de hoy y que cuando sea mayor no caiga en el error de creer que todo ha de ser rápido, urgente y serio. Tampoco me gusta la gente seria. Ni la triste, como decía mi querido y recordado amigo Javier Imbroda.
No digo que vivamos en una languidez continua, como calmados budistas del Tíbet o atolondrados náufragos en una isla en el océano. Hay que trabajar duro, más que nunca, y ser perseverantes en los objetivos profesionales y personales, cosa que mucha gente no entiende, por cierto. Pero ahora, sumergidos en el vértigo de la vida real y virtual –no teníamos suficiente con la primera- nos estamos acostumbrando a un ritmo trepidante y parece que tengamos que realizarlo todo a la vez. Y no. La digitalización excesiva nos ha metido en la noria del hámster.
Durante un año entero prescindí de WhatsApp. Sobreviví y fui feliz, aunque me miraban raro, y tuve que volver porque en el fondo tampoco soy tan outsider. Lo que ocurre es que los teléfonos móviles nos han trastocado mucho. Ya forman parte de nuestro cuerpo y de nuestra mente (vamos prescindiendo de la memoria, por ejemplo). Y por eso intento hacer al menos un paréntesis cada mañana, cuando cantamos mi hija y yo rumbo al colegio. Aunque debo confesarles algo: a veces pongo una canción en el teléfono, no lo puedo resistir. Por supuesto, no faltan los clásicos españoles como ‘Soy minero’, de Antonio Molina. Y nos siguen mirando torcido. Para mí que los demás son los raros. Yo no maldigo mi suerte porque minero nací. Ay.
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