Cuando entré a los dieciocho años en el Colegio Mayor en Madrid una de las cosas que más me llamó la atención fue la mentalidad tribal con que algunos veteranos alimentaban el espíritu colegial entre los novatos. Había tipos torpes entre aquellos mayores que, en efecto, no destacarían en la vida más adelante, pero en novatadas se sentían importantes. Incluso celebraban y jaleaban las peleas que algunos fines de semana se originaban con los residentes de los colegios próximos: toda una rivalidad impostada y ridícula. Supuso para mí una revelación antropológica muy interesante y hasta necesaria para conducirme por la vida con cierta garantía y, por qué no decirlo, cautela.
Aquel comportamiento tribal y divisivo lo he ido viendo posteriormente con más frecuencia de la esperada. Especialmente en la política española, trasladada después a los medios de comunicación y por último a la sociedad. En lugar de consenso y acercamiento entre los ciudadanos se han creado abismos insalvables entre diferentes colectivos para llegar a la situación actual: división entre buenos y malos, hombres y mujeres, empresarios y trabajadores, ricos y pobres, etc.
De modo que lo que hoy vemos naturalizado en nuestra sociedad no es más que una reproducción del comportamiento adolescente de los primeros años de universidad: separar y enfrentar a las personas echándoles el alpiste diario de la cizaña. Y de esto saben unos cuantos políticos, que han envenenado el diario de sesiones del Congreso. Tal es el absurdo de la polarización auspiciada desde los cenáculos nada oscuros del poder y sus diferentes ramificaciones que hoy muchos periódicos son incapaces de soliviantar a sus propios lectores, pertinaces partidarios de su bando político. Y, como decía, finalmente los ciudadanos nos hemos contagiado de ello en la calle y en las redes sociales, esa guerra de trincheras donde se achicharra al enemigo y se defiende a muerte a los tuyos. Quiero pensar que se trata de una enfermedad pasajera, pero me preocupa mucho porque estamos jugando con fuego.
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