Oí en un bar que el hotel La Perla era el mejor de Almería, y fui a comprobarlo. Llegué cerca de las tres de la tarde y después de colocar mi equipaje, mirar por la ventana, y alegrarme de que la cama fuera grande, caminé hasta encontrar un sitio para tapear. El Bahía estaba cerrado, así que volví sobre mis pasos y entré en la Brasería que hay enfrente de la Calle de las Tiendas.
Me tomé una copa de vino blanco Sulayr. Delicioso, y con tres tapas me quedé satisfecha. Subí como embrujada a la Alcazaba. Quería ver la puesta de sol. Hallé un rinconcito alrededor de una fuente, y allí permanecí sentada, cegada por los últimos rayos del sol. No había nadie, solo vi a un gato naranja.
Como era miércoles por la noche, tenía asegurado un espectáculo flamenco en La Guajira. Es increíble que en un escenario tan humilde haya tanto arte: Antonio el Genial y Cristo Heredia al cante, a la guitarra El Niño de la Fragua, y para colmo la bailaora Aitana Rousseau, la que engloba todas las artes.
Con las sensaciones a flor de piel, del estremecimiento que provoca ver y escuchar flamenco, me dirigí al kiosco Amalia. No podía dejar la oportunidad de tomar cada noche un americano. Vivía enfrente, estaba al lado de mi casa.
El jueves, el viento fresco de poniente me hizo entrar en el Quinto Toro dispuesta a tomarme un vino tinto, Talento se llama, y qué casualidad que a mi lado estuviera en la barra el representante de Bodegas Fuente Victoria. La madre del blanco Sulayr y del tinto Talento.
Como no salí muy contenta del recital de poesía al que asistí más tarde, en un lugar que desconocía, del que solo retuve la palabra “inexpugnable” (palabra bastante culta a la vez que desagradable), repetí en La Guajira con un concierto de rock de la banda Casino.
Salí pletórica. Iba flotando.
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