Envejecer significa dejarse atrás a uno mismo, pero también supone en nuestro tiempo darse de bruces con la estupidez. Con la propia, acumulada a lo largo de los años, y con la ajena, que ahora cae como un diluvio desde las nubes digitales, desde el cielo artificial de las redes sociales y de la telebasura.
Todos hemos escuchado a ancianos preclaros reflexionar sobre la las entrañas de la condición humana y de la existencia y leído a los sabios deshacerse en elogios de la sabiduría. Por el contrario, en este siglo parece que estamos condenados a vivir de la estupidez, que se ha revelado como uno de los negocios más prometedores y seguros de nuestro tiempo. Esto es así nos guste o no.
Estamos condenados fingir que nos interesa la estupidez sobremanera. Incluso, que somos expertos en estupidez y que, llegado el momento, podemos encarnar el papel de estúpido profesional. De estúpido cum laude. Quede claro que esto es un no es ni un lamento inútil ni un pliego de descargo. Es, ante todo, una confesión obligada para quienes han desperdiciado algunos años creyendo que la luz del conocimiento iluminaba tenuemente su tímidos pasos por la vida.
Todas las generaciones han pasado por experiencias similares. Es decir, en algún momento todos los supervivientes de una generación han de admitir que no les queda otra opción que hacerse a un lado y contemplar con asombro, decepción o indiferencia patológica que las cosas ya no son como antes ni las valoraciones propias tienen utilidad alguna en el presente inmediato.
Podría decirse que este fenómeno es ley de vida. Pero, en estos tiempos que corren como almas que lleva el diablo quizás merecería la pena parar un instante y pensar con independencia de la edad y de las inquietudes personales.
Detenerse para preguntarse, por ejemplo, si alguna vez en la historia de la Humanidad la estupidez ha servido para algo.
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