No conocía la expresión “Blue Monday” hasta que la oí una tarde en la radio después de haberme pasado toda la noche y el día llorando por la pena que sentía al haberse ido mi hija a trabajar a Alemania.
Lloraba y escuché que ese día era el más triste del año. Y lo confirmé en mi propio ser. El saberlo fue también como ampliar todavía más mi tristeza. Era como si el mundo se acabara, la vida ya no tuviera sentido, y ante tanta desolación llorara además por toda la humanidad.
Pero este año no me ha pillado desprevenida y ya intuía que se acercaba ese día. Es el tercer lunes de cada mes de enero y esta vez cayó en el lunes pasado, 16.
Ese día me levanté fatal, había dormido todavía peor; y primero, amaneciendo en la Era, con la luz rosada de los primeros rayos del sol, hice el mercado. Más tarde tenía una cita en Huércal-Overa, y el cielo ser tornó gris y el viento más frío. Entremedias desayuné y me hice un café tan cargado que me sentó regular a nivel digestivo, pero al menos me mantuvo despierta hasta que emprendí el viaje al Sepe.
Durante el camino en coche fui zarandeada varias veces por las ráfagas del viento. Debido a esa precaución y al estado de la autovía con tramos grandes en obras, conduje lo más tranquila posible y llegué puntual a la cita.
Encontré pronto la mesa. Yo iba vestida como una persona decente que va a su puesto de trabajo, a la vez que también presentable para una entrevista, y me senté delante de la funcionaria que me tocó, de cara noble y agradable. Me inspiró confianza. Presentí que me trataría bien y sería amable conmigo. Era toda mi esperanza. Quería saber qué hay después de agotar todos los periodos de la RAI.
La noche anterior, antes de intentar dormir, había escrito ilusionada: “Esta noche no estoy sola. Me acompaña el viento”.
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