La posición de firmes formaba parte de nuestro lenguaje corporal y también del sentimental desde que éramos niños y en el colegio, a la hora del recreo o cuando llegaba una visita, nos teníamos que poner rectos como velas.
Cuando aparecía el inspector, algo que solía ocurrir una vez al año y que era uno de los momentos cumbre de la formalidad escolar, había que levantarse de la banca en un profundo silencio y sin hacer ruido colocarse en posición de firmes para que la visita comprobara lo bien adiestrados que estábamos.
El señor inspector, cuyo nombre ya nos llenaba de miedos, tenía que confirmar que dentro de aquellas aulas con crucifijo, Corazón de Jesús, Inmaculada y foto del Caudillo, entre futuros maestros, albañiles, comerciantes o parados eternos, lo que había de verdad era niños bien educados, niños y niñas como Dios mandaba, dispuestos a ponerse firmes delante de un superior.
Allí, en la escuela, nos pusieron firmes la primera vez, en aquella aparición del señor trajeado que venía de la delegación y nos hacía preguntas muy fáciles que ya teníamos ensayadas. Estábamos habituados a ir rectos por la vida desde pequeños. Así, inmóviles como estatuas, nos ponía el maestro cuando no habíamos hecho los deberes y nos castigaba con la condena de colocarnos de rodillas en una esquina, la más visible de la clase, sin mover una pestaña.
También nos ponían firmes en los recreos, cuando la gimnasia consistía en salir al patio en camiseta de sport y hacer una tabla de ejercicios que eran más de cuartel y mili que de educación física. Correr ya corríamos bastante en la calle, por lo que en la escuela nos enseñaban a todo lo contrario. Si correr era para nosotros el paradigma de la libertad, quedarnos firmes durante unos segundos y cubrirnos con el compañero que teníamos delante respondiendo a la orden que daba el profesor, era la aceptación de la disciplina elevada al absurdo. Porque nos parecía completamente absurdo eso de ponernos firmes en medio del patio o de cubrirnos como si estuviéramos ensayando para la jura de bandera.
La posición de firmes nos corregía más por dentro que por fuera. Era más una lección moral que una simple postura, una invitación a la obediencia que nos llegaba por primera vez a una edad en la que disfrutábamos siendo transgresores. Nos ponían firmes en nuestras casas y en el colegio, y compensábamos toda aquella carga de integridad y rectitud siendo rebeldes en la calle.
La actitud de firmes nos acompañaba también cuando los domingos visitábamos la casa de algún familiar y nuestras madres nos advertían de que teníamos que andar con pies de plomo, nada de saltar sobre la bandeja de dulces ni de demostrar nuestra glotonería infantil, nada de meternos en la conversación de los adultos sin que antes nos preguntaran, nada de pedir ni un vaso de agua sin que nos lo ofrecieran.
Firmes nos ponían los curas cuando nos cogían de la oreja y nos anunciaban una inminente condena a los infiernos por haberle dado un balonazo a alguna parroquiana en la puerta de la Catedral o por ese repertorio de tacos e insultos que desplegábamos cada vez que jugábamos a las guerrillas.
La posición de firmes fue la eterna compañera de camino de los niños durante tres décadas en la escuela, en la familia, en la Iglesia y también en aquellos campamentos juveniles a los que muchos nos apuntábamos por ver mundo, aunque ese mundo empezara y terminara en los Pinos del Alquián o frente a la desierta playa de Aguadulce. Aquellos campamentos enseñaban a los jóvenes a alejarse del calor del hogar, a convivir con los compañeros, a aceptar la disciplina y a asumir la posición de firme como una actitud ante la vida.
Después, en la adolescencia, cuando con los amigos presumíamos de resistencia y desacato, nos llegaba la sorpresa del primer amor y aquella niña de nuestra clase que nos miraba con ternura nos acababa poniendo rectos como velas en una dulce y voluntaria posición de firmes.
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