La semana pasada se presentó un banco en el paseo marítimo, un ejemplo de servilismo a las grandes empresas, y del greenwashing institucional.
Se ha hecho con material reciclado (nada nuevo) y un 30% proviene de basuras marinas que una empresa de refrescos, sin nombre para no perjudicarla, ha recogido de mares y playas con ayuda de escolares y pescadores. Genial.
El problema es que esta empresa es la que más contamina con sus envases de plástico en el mundo, y se niega a eliminar este material. Según Greenpeace, genera el 10% de los envases de un solo uso en el planeta cada año, 3 millones de toneladas de plástico.
Además, su negocio es vender un producto que genera numerosas enfermedades que la ciencia ha demostrado, pero lo maquillan con campañas publicitarias y el mecenazgo de eventos a nivel mundial, relacionados con el deporte, el medio ambiente, la salud y la cultura.
Si le sumamos que, en muchos países, están robando el agua potable de acuíferos y ríos a la población nativa para fabricar el refresco, podemos entender por qué no tenemos solución.
Esa bebida debería desaparecer de nuestras vidas, y si el libre mercado lo impide, debería tener impuestos tan altos como el tabaco o el alcohol, porque son tan nocivas como esas drogas, pero menudo es Don Dinero, que engatusa políticos para que no las castiguen, y apuesten por sistemas de gestión que se basan en reciclar y no en reducir.
El objetivo de Mares Circulares no es retirar basura, sino limpiar su imagen, conseguir adictos que consuman su veneno, convertirlos en anuncios andantes con sus baratijas publicitarias, y hacer creer que el brebaje es bueno, porque no está prohibido.
Ese banco es un símbolo de la vergüenza, del capitalismo desenfrenado, de lo contradictorio de los mensajes a la ciudadanía, de la hipocresía en la que nos movemos, de la carencia de principios y del poco respeto que nos tienen, y se tienen, al prestarse a tales despropósitos.
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