El circo me marcó de niño. Me sentaba en primera fila a pie de pista donde podía oler el aliento de los leones. Rezaba aterrorizado más que en misa de domingo cuando aquellos animales se acercaban y golpeaban con fiereza la reja tambaleante ante mis ojos. Luego, el resto de la función, todo lo demás era divertido. Los elefantes daban vueltas como Sísifos cansados y borrachos, los perros jugaban al fútbol y los monos fumaban. Los demás niños se reían cuanto más humanizaban a aquellos animales mientras que yo me entristecía al descubrir que los humanos somos un animal más. Ya no fui el mismo desde aquella tarde de circo y cuando jugaba en el recreo o asistía a una fiesta de cumpleaños, me quedaba absorto en una esquina contemplando a mis compañeros de especie como si fueran animales de circo adiestrados por algún domador invisible.
Los niños ya no se harán filósofos en el circo porque ya no habrá leones, ni monos ni perros saltimbanquis, solo humanos trabajando como bestias bajo una carpa. Lo impide la nueva ley de bienestar animal. Creo que es una ley necesaria en un país como el nuestro, donde las parejas prefieren ponerle vestidos a sus mascotas antes que concebir y educar hijos humanos.
Afortunadamente para mí, devoto del huevo frito, esta norma no ha seguido a pie juntillas a aquellas chicas que denunciaron las supuestas violaciones de las gallinas. Espero que al menos esta ley salga mejor que otras y no veamos orangutanes por las calles, como en una de esas series distópicas que tanto le gustan a Torrecillas. Pongo la radio y leo la prensa, y me vuelve el terror como en aquella tarde ante los leones. Nos quitan los animales bajo la carpa pero el circo humano continúa.
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