José Luis Masegosa
18:49 • 08 abr. 2012
Fue este Domingo de Resurrección cuando me hablaron de otro domingo, el de Ramos, la festividad con la que el mundo cristiano celebra la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando recordé en boca prestada alguna de las innumerables y peculiares tradiciones paganas que acompañan esta fiesta y cuyo origen se encuentra en la esencia misma de la celebración religiosa. Las costumbres y tradiciones de este festejo se mantienen con diferentes matices en la amplitud de nuestra geografía. En los valles gallegos de Vedra y Ponte Vea las jóvenes doncellas lucen con orgullo el ramo de la palma verde, símbolo de pureza y virginidad, con el que han sido obsequiadas por sus galantes pretendientes. En Elche, la cuna natural de la palma, ésta, si era blanca lisa se colgaba en los balcones para anunciar que en esa casa moraba algún joven célibe, y si la palma era rizada comunicaba la existencia de muchacha en soltería. En algunos rincones almerienses aún perviven ancestrales ritos. En algunos pueblos almanzoreños las mañanas del domingo están plenas de sorpresas y regocijo, o de disgusto y contrariedad por parte de las jóvenes en edad de merecer que recordarán con placer o melancolía el hallazgo en sus balcones de un ramo vegetal, de flores o plantas silvestres, señuelo de algún anónimo pretendiente. Pero el ramo se puede tornar en otras balconadas en el más insospechado, desagradable y hasta escatológico objeto, símbolo inequívoco de despecho y desinterés del tímido pretendiente. Cuentan las comadres lugareñas romances y cortejos mediante el ramo que en muchas ocasiones tuvieron fatal desenlace.
Tal es el caso de Azucena Oliver, joven virtuosa que anduvo azarosa toda la madrugada de un domingo de Ramos de principio del siglo XX a la espera de hallar en el balcón el ramo de margaritas, su flor preferida, de su anhelado vecino Fidel Ortuño, a quien deseaba en secreto desde la adolescencia. En la última visita a la balconada antes de retirarse a la cama Azucena quedose estupefacta cuando descubrió a sus pies un abundante ramo de cardos secos y marchitos, muestra evidente del desprecio de su vecino. Las lágrimas de la joven dejaron de regar sus mejillas cuando, armada de valor y presa de odio, llamó a través de la terraza a Fidel para que acudiese a dar una explicación. Solicito, el muchacho acudió de inmediato y aguardó bajo el balcón de Azucena. No tuvo tiempo para argumentar las razones de su negativa a entablar relaciones. Una voluminosa maceta fracturó el cráneo de Fidel, a quien hoy se le recuerda en el lugar como “el muerto del ramo”. Dicen que su ramo le mató.
Cuatro o cinco euros al día El joven africano es consciente de esta realidad, la misma que le lleva a confesar que subsiste con solo cuatro o cinco euros que pueda obtener en sus más optimistas jornadas laborales que, como para otros muchos compatriotas, se prolongan más allá del sol a sol. El paciente vendedor de esta humilde publicación no sabe ni quiere saber nada de la trastienda de la cabecera, ni entiende qué es eso de la prensa social que nació, mediados los ochenta, de manera muy rudimentaria en Nueva York, y que evolucionó y traspasó fronteras hasta llegar a nuestro país con “la Farola”, un diario de calle que podría haber contribuido a una auténtica integración de los excluidos, de no haberse desvelado el supuesto afán de lucro de su fundador, George Mathis. John comparte un cuarto a extramuros con su hermano, uno de los tres miembros de esta familia numerosa que sobrevive a este lado del Estrecho, no sin numerosas dificultades. El vendedor asegura que hay días en los que apenas vende uno o dos ejemplares, frente a los seis o siete que expendía hace un año, pero insiste en que la mayoría de los ciudadanos que se acerca a su “oficina” le entrega las monedas, pero no se lleva el periódico porque, según él, los clientes piensan que de esta forma los vendedores ganan más. En cualquier caso, John sabe que mañana, cuando oscurezca el neón y el baldeo urbano levante el alba, él, como otros muchos africanos, encender
Tal es el caso de Azucena Oliver, joven virtuosa que anduvo azarosa toda la madrugada de un domingo de Ramos de principio del siglo XX a la espera de hallar en el balcón el ramo de margaritas, su flor preferida, de su anhelado vecino Fidel Ortuño, a quien deseaba en secreto desde la adolescencia. En la última visita a la balconada antes de retirarse a la cama Azucena quedose estupefacta cuando descubrió a sus pies un abundante ramo de cardos secos y marchitos, muestra evidente del desprecio de su vecino. Las lágrimas de la joven dejaron de regar sus mejillas cuando, armada de valor y presa de odio, llamó a través de la terraza a Fidel para que acudiese a dar una explicación. Solicito, el muchacho acudió de inmediato y aguardó bajo el balcón de Azucena. No tuvo tiempo para argumentar las razones de su negativa a entablar relaciones. Una voluminosa maceta fracturó el cráneo de Fidel, a quien hoy se le recuerda en el lugar como “el muerto del ramo”. Dicen que su ramo le mató.
Cuatro o cinco euros al día El joven africano es consciente de esta realidad, la misma que le lleva a confesar que subsiste con solo cuatro o cinco euros que pueda obtener en sus más optimistas jornadas laborales que, como para otros muchos compatriotas, se prolongan más allá del sol a sol. El paciente vendedor de esta humilde publicación no sabe ni quiere saber nada de la trastienda de la cabecera, ni entiende qué es eso de la prensa social que nació, mediados los ochenta, de manera muy rudimentaria en Nueva York, y que evolucionó y traspasó fronteras hasta llegar a nuestro país con “la Farola”, un diario de calle que podría haber contribuido a una auténtica integración de los excluidos, de no haberse desvelado el supuesto afán de lucro de su fundador, George Mathis. John comparte un cuarto a extramuros con su hermano, uno de los tres miembros de esta familia numerosa que sobrevive a este lado del Estrecho, no sin numerosas dificultades. El vendedor asegura que hay días en los que apenas vende uno o dos ejemplares, frente a los seis o siete que expendía hace un año, pero insiste en que la mayoría de los ciudadanos que se acerca a su “oficina” le entrega las monedas, pero no se lleva el periódico porque, según él, los clientes piensan que de esta forma los vendedores ganan más. En cualquier caso, John sabe que mañana, cuando oscurezca el neón y el baldeo urbano levante el alba, él, como otros muchos africanos, encender
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