El otro día me sorprendió una lágrima que cayó de mi rostro tras deslizarse con sigilo por mis mofletes. Me impactó, solo estaba cortando un soso apio y oyendo a Millás en la radio. Hasta ese momento estaba convencido de que las lágrimas eran anunciadas con solemnidad como embajadoras del exótico reino de las emociones. Incluso hasta las gotas de sudor se ven venir tras cualquier vulgar sesión de gimnasio. No me esperaba esa traición de mis lágrimas. Me han decepcionado como ya hizo la saliva con aquel primer hilillo por mi comisura que me convertía en un monigote como Homer Simpson.
No sé si los humanos somos todo agua, como decía Tales. Quizás seamos todo estupidez, si observamos el triste espectáculo de insultos y arañazos morales por rapiñar unos supuestos votos feministas. Una diputada de Podemos llama “fascistas” a sus compañeras del PSOE. Días antes, el equipo de Montero sobrevolaba desde ‘tik-tok’ el cadáver aún caliente de un adolescente que se había suicidado. “Se llamaba Iván” repetían con música de fondo. A los pocos días, Iván y también Alana, dejan de cotizar en el mercado electoral. Y la Pam agita digitalmente su ‘satisfyer’ como “arma para matar fascistas”. Que los reparta entre las mujeres ucranianas que se defienden de Putin. A Ucrania vuelve la valiente reportera de Tele 5 Laura de Chiclana. Qué absurda pena que nos gobierne Montero y no esta ejemplar periodista.
Así, es normal que las lágrimas tengan su vida propia y quieran salir huyendo. Si formaran un torrente, aprovecharía para embarcarme en el velero de Vicent y junto a Antoñito navegaría hasta Mileto para beber un vino joven frente al mar mientras observamos cómo la estupidez destruye la humanidad.
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